CRÍTICA ÓPERA

Aida en Córdoba: «Ritorna vincitor»

Carlos Domínguez-Nieto se despide con una gran interpretación de la obra verdiana donde la cordobesa Lucía Tavira triunfó en el rol titular

El aplauso cálido y más largo de lo habitual con el que fue recibido Carlos Domínguez-Nieto al subir al podio del foso dejó a las claras el sentimiento de gratitud profunda de la melomanía cordobesa con quien ha sido, posiblemente, la persona de referencia de la vida musical de la ciudad y responsable directo de los excelentes resultados artísticos de la Orquesta en estos años, más allá de los turbios acontecimientos que han rodeado su cese. Su vuelta al mando de la Orquesta para poner en pie la Aida del 150 aniversario del Gran Teatro puede calificarse, como el de Radamés, un retorno vencedor. Sobre el director recayó el peso de la velada, llevada con mano firme y sin caída alguna de tensión. Desde el directo y bien dibujado preludio, la tensión de la escena entre Amneris y Aida, el juicio del Acto IV o todo el final, cuajado de detalles de enorme creatividad, ese mundo sonoro que asociamos al lenguaje verdiano estuvo presente en todo momento. Sostuvo con primor a las voces y resolvió de forma muy inteligente la comprometidísima Marcha triunfal, que llegó a adquirir auténtica grandeza pese a la limitación de medios a base de acumulación de tensiones y un acertado juego de retenciones de tempo.

Si las dos funciones previstas, esta y la del próximo domingo, están dedicadas a la memoria del recientemente desaparecido Pedro Lavirgen, el inolvidable Radamés, en ellas se detecta el anhelo de entronizar como nueva estrella de la lírica cordobesa a la soprano Lucía Tavira. Y con razón. Tavira, de medios líricos y gran volumen gracias a un uso muy expresivo del vibrato, compuso una Aida apasionada, cantada de arriba a abajo. Sus enfrentamientos con Amneris, una María Luis Corbacho de voz dura y grande, algo tremolante y con una tendencia al parlato mayor de lo deseable, fueron de alto voltaje. Mejor resuelto el Numi pietà que la comprometida escena del Nilo, que pide un canto de mayor ensimismamiento. En cualquier caso, triunfo indiscutible. El trío protagonista se completó con el tenor Eduardo Aladrén, Radamés de voz homogénea y gran proyección, algo pálido en el fraseo, que impresionó sobre todo en las partes más heroicas. Magnífico el barítono Javier Franco como Amonasro, con gran entrega y acentos de rara pureza verdiana que dotaron de un especial magnetismo a su personaje. Demasiado liviano para nuestro gusto el Ramfis del bajo Francisco Santiago, sobre todo al lado del impresionante Rey de Alejandro López, de voz cavernosa e impresionante presencia escénica. Eficaz el Coro Ziryab, al que faltó un apoyo más firme en los bajos, y concentrada la Orquesta de Córdoba, que dio la excelente respuesta habitual cuando toca con su ya ex-titular.

Mención aparte para todo el apartado escénico, con una escenografía chata en su intento de combinar realismo y abstracción —esos bastidores geométrico— y una dirección de cantantes inexistente. El adecuado minimalismo, por ejemplo, del inicio de la Marcha Triunfal, con el coro recortado ante un cielo ocre del desierto, desapareció como un espejismo en cuanto fue proyectada la efigie de un gigantesco Horus dorado (!). Tampoco se entendía que los pérfidos soldados etíopes fueran hombres y mujeres vestidos igual que el resto del pueblo egipcio. Lunares que, en cualquier caso, no restan la grandeza musical de una velada muy satisfactoria, de muchos vencedores, que nos trajo los aromas del Nilo a las orillas del Guadalquivir.

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