crítica teatral

España, en toda flor a tus pies

¡Ay, Carmela!, insistes como arte que recuerda que nuevos significantes son posibles

Representación teatral de '¡Ay Carmela!' en el Gran Teatro de Córdoba.

Representación teatral de '¡Ay Carmela!' en el Gran Teatro de Córdoba. / Óscar Barrionuevo

Silla volcada en el lateral, paisaje triste de débil albor. Los carteles aguardan en el fondo y un testigo camina mirando al cielo. En la tenuidad del escenario resiste el sol poniente. Deja en su punto de fuga una tela roja. Luces murientes, paisaje desangrado y melancolía en el rostro. Se inicia la obra de José Sanchis Sinisterra, dirigida por José Carlos Plaza. ¡Ay, Carmela! Es un teatro vaciado de significados; es un cruce de vías de tren en mitad de un descampado. Melancolía formal, insistes como arte que recuerda que nuevos significantes son posibles. Se enciende una bombilla. Ya son dos los puntos de luz. 

La figura-Paulino (interpretada por un hilarante y rotundo Pepón Nieto) es término de una proposición asfixiada, que empieza con notas de canto invertido y acaba en ¡Ay, Carmela! Su discurso es de comicidad de superficie, risa asolada por la pena. Tapa el gramófono con una tela fusilada por su violeta. Tiene sueños extraños como soles ponientes. Un humo los mece y de su ángulo lateral irrumpe un fantasma rojo, María Adánez, quien ha brillado en la piel de Carmela. ‘¿Qué hay allí?’—le pregunta al fantasma. ‘Mucho secano, ríos secos y árboles muertos’—responde. Las personas pasean, andan y se rascan, esperan, hablan y se escriben versos. La Muerte es plano de pura expresión. Y la Vida, ¿qué queda allí? Polvo y bajo él, un escenario. Si hay testigos de la escena que fue, no tienen voz Todavía. Ni nombre. 

El encuadre dispuesto por Javier Ruiz de Alegría mantiene iluminado el suelo. Fotografías fijas : la imagen no expresa movimiento, sino tiempo. Salta, de la vigilia al recuerdo para caer en el olvido. Si solo persisten los verbos en esta demencia, que sean los infinitivos ‘recordar’ y ‘acordarse’. Desde las palabras se alcanza el imaginario. De su discurso individual al nuestro, imaginal. En la escena, de una serie palpita otra a su lado. Los colores deliran, cenitales en la transición: rojo, azul, verde y rojo; verde, azul, rojo y verde. Entre ambas, un tríptico baja central. Denota las bocas que ordenaron los raptos que acabaron en fosas: Mussolini, Franco y Hitler. La música suena para ellos. Espectáculo de ‘variedades a lo fino’. Suben las banderas, barbarie en glorioso alzamiento. 

La ignominia es la figura que, restante a la isotopía fascista, resiste en pie y define la escena. ¡Ay, Carmela!, tu estado de cosas está afónico y la silla sigue volcada en su lateral. El espacio sonoro está mudo. ¿Quién quiere hablar? Quedan hormigas en este momento de paso. La ausencia de cuerpos en el fundido a negro se refuerza con notas discretas. Con los ojos cerrados hablamos en sueños y evocamos recuerdos: ‘¡dormid, esperanzas; dormíos, anhelos!’— decía Verlaine. ‘Ya no veo nada, pierdo la memoria del mal y del bien. ¡Ay, qué triste historia! Soy una cuna que una mano dentro de un sepulcro mece: ¡silencio, silencio!’

Ay, mi España. Paisaje que llora y mira el suelo. En él, ‘Todavía’ es ‘Ya’: 'El mundo es muy pequeño, pero Ya crecerá’. Paulino recuerda cuando los ojos caen a su izquierda. Volver, le dice el fantasma-Carmela, ha sido más difícil. La muerte se come un membrillo y no lo siente. Silencio blanco sin hormigas. Bajan las banderas, con pasos de agonía mientas caen las bombas. Sin elipsis, se salta nuevamente a la burbuja. Es el flashback que necesita el relato para condenar a la máquina fascista y a sus peones populistas. El espejo no devolverá más la imagen. Está manchado por la hemorragia constante de una cruz sobre el altar. Resignadas también, saldrán a actuar las figuras, sobre una tela desgastada. Envueltas de borlas y terciopelo, ensayan para ser objeto de diversión. La silla recupera su postura vertical: el discurso ha llegado al origen de su derrumbe presente. 

‘Suspira [manda un beso a los milicianos] un corazón’—canta Carmela. ‘Quiero volver a ser la luz de aquel rayito de sol’. Alegre, el sentido perece entero. Desnudo, se descubre obliterado antes de acabar el show. En soledad fundamental y colectiva, en esa donde tu eres yo y yo soy tu, la figura roja ocupa su cerco y recibe los impactos de las 150.000 veces. Ella no grita. Solo es un signo represaliado que cae en el foso del teatro. ¡Ay, …! Quedan por decir miles de nombres.

¡Ay, Carmela!, humo anaranjado al pie del escenario. Es el plano secuencia macizo que se interpreta para nombrarse y permanecer ajeno al borrado. Reales, los signos viven para denunciar a la estructura marchita. Los carteles, baúles, cortinas aguardan en el fondo. Las dos figuras siguen firmes ante nosotras. Se articulan en un discurso dramático donde opera el gesto libre por encima de cualquier binarismo. El sol poniente siempre ha estado en escena. En su lateral superior, es el hálito de esperanza y punto de fuga entre dos tiempos, contados en dos tonos, por dos cuerpos y en dos estados. Pliegues rojos. De la roca sangrante ha florecido un nuevo rosal: fosa sin nombre que se junte por las noches para hacer memoria. Recordará todo lo que pasó a las flores que vayamos llegando. Míranos, si estamos Ya en su misma sala. No hay cristal que nos separe. El telón cae. Y extasiadas, las almas se mecen al sol poniente. 

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