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Gustavo Rodríguez, ganador del premio Alfaguara de novela: "La soledad mata como un virus"

El escritor peruano aborda en su nuevo libro, el premiado 'Cien cuyes', el tema de la vejez y de nuestra relación con esta, además de retratar la realidad de un país, el suyo, todavía anclado en una lacerante desigualdad

El escritor peruano Gustavo Rodríguez.

El escritor peruano Gustavo Rodríguez. / Jorge Sarmiento

Juan Cruz

Juan Cruz

Gustavo Rodríguez (Lima, 1968) es del ejército de la lengua española que se entrena en América Latina, aprende de los viejos maestros clásicos (de todo el mundo), tiene detrás la experiencia de un lenguaje que gana en castellano a muchos de los que tratan de hacer lo mismo en Europa, pero que sólo es abrazado aquí y allá como un (posible) genio de la literatura cuando le toca un premio intercontinental o una crítica generosa y, a ser posible, persistente.

A él le ha tocado el premio Alfaguara 2023, el más intercontinental de los premios para la literatura en español, otorgado por un jurado en el que había representantes de aquí y de allá (Claudia Piñeiro, Javier Rodríguez Marcos, Carolina Orloff, Rafael Arias, Juan Tallón, Pilar Reyes, sin voto pero con voz, directora de la editorial) y la gente (cuando se anunció el fallo, y seguramente hasta que salga el libro ganador, Cien cuyes) se preguntó en la sala quién demonios sería ese nuevo nombre que no sólo tenía el atrevimiento de llamarse como un rey y apellidarse Rodríguez, como un emigrante plebeyo, sino que además había escrito un libro premiable.

Se preguntarán quién es, seguramente, incluso quienes vieron pasar, en 2018, una novela suya que cruzó el charco (también publicada por Alfaguara) y que aquí, entre los españoles, libreros o lectores, terminaron llevándola al desván de los devueltos, como ha solido ocurrir con la mercancía que viene del otro mundo, de Perú, por ejemplo, a no ser que llegue avalada por el gusto de otros compatriotas de continente ya nimbados por la generosidad de la fama. Aquella novela de Rodríguez se titulaba Madrugada y era, me dijo entonces, en una entrevista que le hice en la sobremesa de un restaurante italiano, lo que se le fue ocurriendo en el almuerzo que tenía todos los miércoles con su madre.

Él estaba por contar, entonces, una historia que se le resistía y que vio claro en aquellos almuerzos, adonde también iba su hermano mayor, un músico que se iba a parecer a Dani de los Ríos, el nombre que adoptó para el protagonista de Madrugada. “Un día le dije”, explicó Gustavo Rodríguez, “que era un personaje de novela” y que si podía adoptarlo como tal. Cómo no. Y días después lo llamó el hermano para decirle que desde hacía treinta años tenía una hija en la selva peruana, que lo había llamado y de la que sintió que de veras era su hija porque su voz se parecía a la de otra hija que vive en Argentina… Esos mimbres no serían sino una historia de almanaque si la prosa del que ahora ha ganado el Alfaguara no fuera una conspiración afortunada de estilos que tienen grandes nombres propios: Onetti, Rulfo… Un día, acaso, Rodríguez puede juntarse a esa compañía. Rodríguez, Onetti, Rulfo, apellidos de una estirpe.

Aquella conversación, su modo de decir la literatura, y de escribirla, marcaban para el cronista el nacimiento de un literato como en otro tiempo fueron los descubrimientos de América escribiendo con los nombres de Alejandro ZambraJuan Gabriel VásquezHéctor Abad FaciolinceNona FernándezCarolina BelloSelva AlmadaSamantha Schweblin... Estos ya rompieron la línea de fuego descuidado que España ha puesto desde hace años (desde después del boom, por ejemplo) a toda mercancía, de calidad casi siempre, que ha cruzado el charco en este sentido. Pasará con Rodríguez, seguramente, y lo sabrán quizá los que vuelvan a Madrugada en cuanto empiecen a darse cuenta del escritor que vuelve a ser, quizá mejorado incluso, en Cien cuyes.

En el acto de anuncio del Alfaguara me pareció sentir que ahogaba un llanto para explicar de dónde venía esta vez la inspiración de su nueva novela. La otra surgió de los almuerzos en casa, y de la dispersión de hijas de su hermano, y también de la ilustración animosa de la madre; esta vez Cien cuyes nace de la realidad de la vejez, ese periodo de la vida que es recibido como si fuera ya material de desecho y que le inspiró la edad y la vida de su suegro. Son los ancianos dejados de la mano de Dios y de los hombres (“la soledad”, dice, “mata tanto como un virus”) los que ahora inspiraron su ambición de contar el mundo a través de símbolos cercanos que del mismo modo inspiran todos los mundos del universo ruin en el que andamos.

Luego del fallo y de las declaraciones le hice a Gustavo Rodríguez algunas preguntas, sobre la escritura del pasado, sobre este presente premiado. ¿Cómo ha variado su modo de escribir? Por ahí comenzamos.

R. Cuando era un escritor jovencito sentía que estaba obligado a impresionar a mis lectores: me era fácil confundir humor con humorada, o una ocurrencia con verdadera originalidad. La vida me fue enseñando, sin embargo, que los artificios no son lo importante, y esto quizá se haya trasladado a mi literatura. Creo que un lector podría perdonar algún rasgo que no cuadre en un personaje, o una prosa que no sea poética, o hasta que una historia no sea demasiado original, pero lo que no va a perdonarle jamás a un escritor es que no sea auténtico, fiel a sí mismo. Ya no le tengo tanto miedo a lo que se piense de mi en mi vida y, por eso, ya no le tengo tanto miedo a lo que piensen de mi mientras escribo.

P. ¿Qué aprendió de los años de la pandemia?

R. En mi país aprendí que es bastante difícil confundir crecimiento económico con desarrollo: lo primero implica la acumulación de bienes, lo segunda implica cambiar mentalidades, algo que es mucho más difícil. La pandemia, cual terremoto cataclísmico, develó un país que no había invertido en sus instituciones y en sus servicios básicos. También aprendí que la soledad mata tanto como un virus, solo que a ritmo más lento: lo que nos hace plenos es sentirnos partes de una red afectiva, ser abrazados, reír con otros.

El sustrato de todas nuestras crisis sociales sigue siendo, después de siglos, la fractura entre un sector minoritario “blanco” u “occidentalizado” y una mayoría con raíces originarias que se siente eternamente ninguneada"

P. En este momento de su país, ¿qué es lo que le sorprende o le asusta?

R. Me sorprende, y a la vez me asusta, que el sustrato de todas nuestras crisis sociales siga siendo, después de siglos, la fractura que existe entre un sector minoritario “blanco” u “occidentalizado” y una mayoría con raíces originarias que se siente eternamente ninguneada e insultada, incluso cuando hacen uso del voto, el único elemento a su alcance que vale lo mismo cuando los poderosos lo usan. Me sorprende y me asusta que hace más de dos siglos Humboldt escribiera que Lima estaba más cerca de Londres que del Perú –la Lima de los salones, obviamente—y que esa frase siga teniendo vigencia.

P. Su novela premiada ahora trata de la situación de los viejos en el mundo de hoy. ¿Qué aprendió de los viejos?

R. Aprendí que la experiencia le otorga otra perspectiva a la vida: por ejemplo, a no asustarse demasiado por cosas que los viejos ya superaron. Que mientras más años tienes, hablas más de tus recuerdos que de tus planes. Y que la soledad es terrible.

Así empezaba el segundo párrafo de Madrugada: “Por la ventana, el cielo de Lima ya mostraba su noche de invierno”. He aquí el comienzo de Cien cuyes: “En un barrio residencial de Lima con vistas al mar languidecen unos ancianos de clase acomodada”. Lima en el corazón, un personaje impar en la obra de Gustavo Rodríguez.