Es una mujer sabia de 41 años. Escribió un libro, El infinito en un junco (Siruela), que desde que apareció en 2020 saltó a las listas de éxito. Está traducido en medio mundo, la ha convertido en la conferenciante y la columnista más requerida de la lengua española, ha ganado premios que ya deben abarcar más espacio que su mesa de comer (el último, el Antonio Sancha que dan los editores de Madrid) y sigue siendo igual que aquella que, hace dos años, recibía al periodista como si no lo mereciera. "Si quieres, yo voy a Madrid para que me entrevistes". Sigue siendo la misma, y así está, en la cumbre de una fama que se debe a su modo de escribir y a su forma de pensar, a una impresionante excursión personal por la historia de la literatura, de los libros y de las personas, de la antigüedad o presentes, convocadas por ella con la fuerza de un sabio o de un demiurgo.

Es una mujer admirable, una sabia. Escribió ese libro (y tiene otros) en medio de las dificultades que han tenido ella y su marido, Enrique Mora, cineasta, para cuidar la infancia de su hijo nacido con una enfermedad delicada. De su esfuerzo común hablan sólo si se les pregunta, pero no cabe duda de que esa convivencia con la pasión de cuidar les ha dado a los dos el carácter de héroe tranquilos de nuestro tiempo.

Irene Vallejo es la que ahora sonríe ante el periodista cuando éste le pregunta por su propia infancia en Zaragoza, donde sigue viviendo. Sonríe porque hay en su interior, seguramente, la misma seguridad e igual pasión que cuando, quitándole importancia a la noche, escribió esta obra que asombra al arte contemporáneo y de la que le dijo al periodista el griego Theodor Kallifatides, que la conoció en los premios Cálamo de Zaragoza cuando ella aun no era tan conocida como él: "Irene ha creado un libro magistral, con imaginación, ingenio y audaces saltos en el tiempo, desde el faro de Alejandría hasta la pequeña isla de Ingmar Bergman en el mar Báltico. Es una aventura para leer y una alegría burbujeante".

A Irene Vallejo, vestida de verano, sus ojos de asombro y vela, le decimos unos versos de un gran poeta alemán, Michael Krüger, que marca esta serie de entrevistas: "A veces la infancia me envía una tarjeta postal. ¿Te acuerdas?"... A partir de ahí casi no fue necesario preguntarle más.

P. ¿Qué postales le manda la infancia a usted?

R. En El infinito en un junco ya he hablado de eso. Ahí están quizá las dos principales postales: mi madre contándome cuentos antes de dormir. Creo que ahí empezó todo: la oralidad antes de la escritura, antes de que los libros fueran acogedores para mí. Porque cuando no sabemos leer, los libros son un misterio. Mi madre dice que yo hojeaba revistas y sentía curiosidad por esas hileras de insectos, que eran las letras para mí. Todavía hoy cierro los ojos y veo la habitación, la cama, mi madre sentada a mi lado… Mi madre era una gran narradora y cada cierto tiempo fingía, decía que le picaba la garganta y que no podía seguir. El otro recuerdo de la infancia es el del acoso escolar. Es la gran impronta que ha quedado ahí. A mis ocho años no tenía las herramientas para pensar y contarme lo que estaba sucediendo, quizá porque me imponían el silencio. Todos los niños decían que no se podía contar lo que sucedía en el recreo. Yo me sentía muy sola, no sabía por qué los demás me rechazaban, pero sentía su violencia. Ahí me enfrenté a un dilema: cambiar para ser aceptada o seguir siendo quien era.

P. ¿Qué consecuencia tuvo eso para usted?

R. Pues… la terquedad de no renunciar a mi curiosidad, a mis ganas de aprender, a mi impulso creativo. Eso mis compañeros de clase se lo tomaban como si yo quisiera sobresalir por encima de ellos. Pero para mí simplemente era la expresión de una curiosidad especial. Entonces, tuve esa terquedad de salir adelante a pesar de todos. Y luego, otra consecuencia: volverme una persona reacia al conflicto, siempre dispuesta a dar un paso atrás, conciliar, evitar que una pequeña fricción desencadene violencia. Por eso soy una persona muy cauta.

La escritora Irene Vallejo en Madrid. ALBA VIGARAY

P. Aparte de su carácter, ¿qué la defendió más de las consecuencias de ese acoso?

R. Mi familia, mi casa, los afectos fuertes, y la literatura. Porque cuando yo leía libros como La historia interminable, de Michael Ende, que era la historia de un niño perseguido, yo me reconocía en esas páginas. Momo también me marcó. También empecé a leer a Conrad o a Dickens. Sentía que esos autores me entendían mejor que mis compañeros de curso. Y gracias a eso tuve la esperanza de que algún día encontraría personas más afines a mí. Además, la literatura tiene la capacidad de nombrar lo que a veces no somos capaces de decirnos a la cara y ahí yo fui encontrando claves de la vida, por así decirlo.

P. Descubrió muy pronto la maldad.

R. Sí, sí. Bueno, no sé si lo llamaría maldad. Era una incomprensión muy fuerte. En aquel momento no entendía por qué era tan diferente, mi familia también era diferente, mis padres se divorciaron y eso no era común en las familias de mis compañeros. Entonces, me sentía muy distinta. O me hacían sentir muy distinta. Pero yo no fui la única en sufrir acoso. Me daba cuenta de que otros también lo sufrían, sólo por ser diferentes: gordos, flacos, con gafas…

P. Lo que ha escrito es como una forma de reivindicar a aquella niña, ¿no?

R. Sí, sí. Reivindicar a aquella niña que en aquel momento no pidió ayuda y aceptó las formas del grupo, pero que al final encontró el camino para sus inquietudes y así resquebrajar el silencio.

P. Su abuelo decía: "el bien no se nota".

R. Sí. Y fue interesante comprobarlo. En la vida te encuentras con muchas personas afectuosas, pero basta encontrarte con una violenta para que esa te marque. La confrontación atrae todos los focos y olvidamos todo lo otro. Entonces, esa frase de mi abuelo me impresionó mucho. Él era un cuidador nato, con nosotros y hasta con los árboles.

"En el momento en el que lo escribí pude seguir adelante. Lo hice cuando tuve que asimilar lo que le había pasado a nuestro hijo. Sin este libro tal vez no lo habría conseguido"

P. Este libro, 'El infinito en un junco', ¿constituye también un alivio?

R. Sí. En el momento en el que lo escribí pude seguir adelante. Lo hice cuando tuve que asimilar lo que le había pasado a nuestro hijo. Sin este libro tal vez no lo habría conseguido o no lo hubiera conseguido con el coraje que me dieron las palabras.

P. Pero este libro no lo hubiera escrito alguien que no hubiera estado predispuesta a escuchar la historia.

R. Fue como una estrategia de protección. Una terapia. Necesitaba estar segura de que al menos una parte de mi vida no era invadida por la vida de mi hijo, o por los dramas de otros padres con los que convives. La pena te ahoga y yo necesitaba unas horas al día para encontrarme con la literatura. Pero ni siquiera tenía la seguridad de que iba a acabar el libro o de que se publicase. Lo importante era ver cómo iba evolucionando.

P. Seguramente eso ha repercutido en los lectores.

R. Muchos me han dicho que se sumergieron en el libro en circunstancias muy parecidas a las que yo vivía cuando lo escribí. Influyó la pandemia, claro, que fue cuando el libro se publicó, y muchos se pusieron a leer para no ahogarse en la angustia de no poder estar al lado de sus familiares enfermos, porque los hospitales no dejaban acompañar al que había ingresado por Covid. Fue un azar totalmente inesperado: mi angustia fue la angustia que rodeó a muchos de los que lo leyeron.

P. También daba la sensación de que el padre, el niño y usted estaban juntos mientras lo escribía.

R. Estábamos juntos, claro que sí. Y para mí escribir era una forma de mantenerme fuerte. Y mi familia, al organizarse para que yo pudiera escribir, estaba sosteniéndome a mí. Eso me permitía respirar hondo y soltarme a escribir.

Irene Vallejo firma el libro de honor del Ayuntamiento de Barcelona el día del Pregón de la Lectura de Sant Jordi 2021. ÁLVARO MONGE

P. ¿Cómo ha conservado la alegría?

R. Yo diría que en medio de ese momento tan terrible para nosotros fue clave descubrir que la comunidad no nos dejaba solos. Porque en un país como Estados Unidos no podríamos haber asumido el tratamiento tan duro y costoso como el que necesitó nuestro hijo. Nosotros sentíamos la certeza de que vivíamos en un país donde la comunidad nos estaba salvando. Y eso era muy esperanzador.

P. Pronto tendrá otro lector: su propio hijo.

R. Sí. Por ahora continúo la tradición familiar de leerle por las noches. Y ahora que lo vivo desde el otro lado, siento que es uno de los momentos más bonitos del día. Porque siento que mi hijo es más libre para hablar en ese momento, como que no tiene la presión que puede llegar a tener a lo largo del día para expresarse. Con un cuento no siente ninguna presión. O esa sensación me da.

P. Después del acoso infantil entró a conocer a los adultos. ¿Cómo vio a esa sociedad que habla alto?

R. En realidad siempre fui una niña que tenía mucha relación con los adultos. Como hija única y con problemas en el colegio, no tenía otra opción. Mis propios padres me involucraban en sus vidas. También exploraba el mundo adulto a través de los libros. Lo único es que el acoso deja una serie de secuelas y te fuerza a reconstruirte de arriba abajo. Pero siempre hay el temor de que los desconocidos no te van a acoger bien.

"No pensé que yo estuviera llamada a llegar a este lugar en el que me encuentro. Por mis orígenes socioeconómicos, por ser mujer, por haber tenido un niño con tantos problemas de salud… parecía que todo conspiraba para que no"

P. Usted se ha ganado a muchos desconocidos. Y en varios idiomas. Y como persona también has sido bien acogida, ¿no?

R. Esa es una enorme responsabilidad. Pero también siento mucha gratitud. No pensé que yo estuviera llamada a llegar a este lugar en el que me encuentro ahora. Por mis orígenes socioeconómicos, por ser mujer, por haber tenido un niño con tantos problemas de salud… parecía que todo conspiraba para que no y, sin embargo, he llegado más lejos de lo que me imaginé. Estoy asombrada, en serio.

P. Hace más de un año me dijo que tenía miedo de que las consecuencias de la pandemia fueran duelo y olvido. ¿Ya estamos en esa situación?

R. Ha habido aspectos prometedores en la gente, pero creo que el duelo no se ha resuelto bien. Es que todas las despedidas pendientes de los seres queridos han dejado heridas interiores. Y el olvido… el olvido es la tentación de seguir adelante y pensar que todo esto no ha pasado, pero hace falta reflexionar. Pero para eso necesitamos tiempo. Y trabajamos tanto… Por ejemplo, el que trabaja en casa no desconecta. A mí misma me sucede, eh. Yo quisiera leer más de lo que escribo. Pero…

P. ¿Qué le preocupa ahora?

R. Me preocupan muchas derivas de los acontecimientos, la sucesión de crisis económicas y el efecto que están tendiendo sobre muchas vidas. Primero una crisis económica, luego una pandemia, ahora otra crisis económica. La precariedad ya es insoportable, la ira y la angustia que provocan, también. Eso me preocupa.

La escritora Irene Vallejo.

P. Vivió rodeada de enseñanzas por parte de sus padres.

R. Sí, sí. Porque mis padres tuvieron una infancia difícil, con muchas privaciones, y eso nunca lo olvidaron y se esforzaron en transmitírmelo para que me diera cuenta de que hay mucha gente que lo ha pasado o lo está pasando mal.

P. Y ahora usted va por los institutos enseñando esos aprendizajes.

R. Sí, sí. Pero sin proponérmelo, eh. Surgió y… qué bien. Yo sólo cuento lo que me parece útil para la vida y la importancia de leer.

P. ¿Qué exige para usted la palabra leer, a la que tanta importancia ha dado?

R. Tiendo a pensar más en lo que da que en lo que exige. Porque para mí es algo que me ha transformado la vida. Yo hubiera sido otra persona sin la lectura. Probablemente me habría costado mucho más reconciliarme conmigo misma. Tal vez la lectura exige calma, creatividad… A mí me gusta destacar que el lector es creador, es como si crease las atmosferas de los libros en sus cabezas, los rostros de los personajes, la conexión con sus propios recuerdos. Por eso leer también requiere valentía, en ese sentido. Me gusta pensar que la lectura también fortalece la democracia, para descubrir la diversidad de ideas y de personas y para convivir y para elegir cosas. Frente a todos los profetas del fin de los libros, yo soy optimista. Las nuevas tecnologías se construyen sobre la palabra y yo no creo que los libros estén en peligro, las propias imágenes siguen necesitando el anclaje de las palabras. En las redes se escribe mucho y se lee mucho. Además, en las filas de firmas de las ferias veo a muchos jóvenes y eso me ilusiona. Pienso que hay que celebrar que haya lectores y que muchos de ellos sean jóvenes. Por eso me emocioné en Colombia. En Medellín, por ejemplo, me entusiasmé con la cantidad de bibliotecas que hay. Eso quiere decir que, después de una etapa de violencia, están reconstruyendo el tejido social con la cultura. Claro, porque si no hay bandas musicales, talleres de escritura, grupos de lectura… los chicos pueden irse por mal camino. La cultura salva, lo vi ahí, en un entorno tan difícil, y eso me ha llenado de esperanza. Si Medellín ha cambiado su imagen al exterior ha sido gracias a la cultura. Y verlo es maravilloso. La gente que trabaja en esas estructuras culturales muchas veces corre peligro, pero puede más la meta que persiguen. Saben que vale la pena correr el riesgo. Casi lo llamaría heroísmo. Un heroísmo cotidiano, casi anónimo. Pero a mí me gusta hablar de ellos, sacarlos a la superficie. Que se les reconozca su labor. Quienes escribimos también podemos hacer algo ahí. Dicen que en las redes sociales atrae el conflicto, el insulto, pero yo creo que lo podemos cambiar. Con cultura, con el buen uso de la palabra, en vez de dejarnos llevar por la violencia. Podemos crear zonas seguras para reunirnos en armonía.