Grácil ritmicidad de un diálogo que enciende las luces del escenario a la vez que los ojos en penumbra del Gran Teatro agudizan sus oídos para sumergirse en el juego que proponen las palabras concisas de Jordi Galcerán y Jaume Buixó, inspirados por la obra literaria de Santiago Lorenzo. Las proposiciones sostienen la obra, permutando de un espacio a otro y siendo las conductoras del sentido de libertad en la contemporaneidad crítica dirigida por David Serrano.

Son ellas las que en su juego entre voces movilizan la concreta y estéticamente eficaz escenografía de Alessio Meloni, cuya itinerancia sobre su verticalidad dialoga con la cuidada iluminación de Juan Gómez Cornejo, permitiendo la copresencia de los tiempos presente y pasado, y de la transitada alternancia de miradas, de perspectivismo, a la hora de contar la historia. La practicidad extraída del decorado junto con la sublime calidad del elenco actoral compuesto por Miguel Rellán y Secun de la Rosa han conseguido crear una dinámica desde la que las palabras se hacían y deshacían; se necesitaban para posteriormente des-necesitarse, siendo metáfora y poética de la facilidad con la que Secun de la Rosa deshacía la doblez de las paredes entre las que se enmarca Los Asquerosos. 

Cuando se huye del ruido en la búsqueda del silencio, no se huye sino de las voces de la muchedumbre estandarizada, masa silenciosa baudrillardiana de tonalidad grisácea. Uno de los actores más talentosos del momento, Secun de la Rosa, ha relucido en su interpretación de esta transmutación hacia la verdadera y campestre libertad que da la soledad. No obsta que su vivir desde el silencio lo comparte con su tío, afirmando que esta experiencia de aislamiento no se puede concebir desde la ausencia de sonido, sino desde la ausencia de las caras sin rostro que nos circundan al girar cada esquina y que pueden alquilar la casa de al lado y comprometer nuestra intimidad.

Por su parte, Miguel Rellán es esa voz desenvuelta y copresente que flanquea la cuarta pared y la cruza con naturalidad cinematográfica. Es esa figura, danzarina entre planos, que ocupa todo el espacio teatral y nos muestra la complejidad de este arte desde la facilidad con la que interpreta en cada instante, en cada uno de los dos habitáculos, y en los dos a la vez. Ambos personajes se yuxtaponen en su dialogar continuo, llegando Manuel (Secun) a desbordar la exterioridad para caer y conversar en el plano psicológico de su tío (Rellán) cuando éste narra desde el presente. De esta manera, y con la oscuridad de fondo, se logra extender un espacio de pensamiento sobre el escenario para invocar, en una soledad compartida, el pasado que quiere ser representado desde una comicidad precisa entre réplicas.

El silencio tomará protagonismo cuando los focos se apaguen a la cadencia con la que baja una luz en su vertical para iluminar la imagen de un centro ocupado por dos sillas. Paradójico que para hablar de la ausencia de sonido haya que recurrir a las palabras, y que el ruido sea encarnado por voces que chillan y gritan desde silencio, anunciando su condición de mochufa, de individuo espectacularizado y de masas, que tan sólo deja cuando se va las uvas machacadas contra el suelo. Sólo entonces, cuando sabemos lo que el ruido y el silencio expresan, somos conscientes de lo que hemos estado perdiendo. Así, desde un fatídico como embriagador día en el que Manuel agrede con un destornillador en ristre a un policía antidisturbios, se deconstruye su libertad silenciosa desde dos miradas, pero sólo será la propia voz la que prosiga, en la vacuidad de un espacio sin ruido, un presente finito desde un "Te quiero mucho".