A lo largo de unos 106 libros, que se dice pronto, el argentino César Aira ha cultivado una de las trayectorias más extravagantes y arriesgadas de la literatura actual. Si Marcel Duchamp fue capaz de situar un urinario en la sala de un museo para dinamitar el concepto de arte, este escritor inventa aventuras fantásticas, con una prosa pulcra y clara para conducir al lector de la mano y hacer explotar desde dentro sus breves novelas, desconcertando a los más ortodoxos y provocando la felicidad de los que ya conocen su radicalidad excéntrica. Este Duchamp de la escritura ha recogido este sábado en Sevilla el Premio Formentor 2021 -tras el cierre del hotel que tradicionalmente dio nombre e historia al galardón en Mallorca- que desde este año se hace itinerante.

César Aira (Coronel Pringles, 1949) es un hombre pausado y reflexivo de expresivos silencios pero hay en él un sentido del humor sutil al estilo Salvador Dalí, con quien se identifica, no por su locura, porque él se define como un “paterfamilias aburguesado de vida convencional”, sino por adentrarse en imágenes misteriosas a partir de una prosa (en el caso del ampurdanés sería el trazo) de lo más clara y clásica. Está contento Aira con el galardón, del que asegura con no poca guasa -¿cómo creerle?- que va a ser el último que reciba y como para apuntalar su convencionalidad sale por donde nunca imaginarías, hablando de su nieto, encantado de que éste se haya iniciado en las historias con las aventuras de Tintin, que, quizá no tan sorprendentemente, marcaron su amor por la narración. “Le he prometido que cada vez que venga a verme vamos a leer juntos un álbum de Tintin. Yo sigo conservándolos todos”.

Como Stephen King

El escritor le quita hierro a su legendaria grafomanía –“quizá porque lo más auténtico del escritor es escribir”-haciendo una comparación que descolocará a más de uno: “Mis libros son muchos pero muy breves, diría que con dos o tres libros de Stephen King ya estaría toda mi obra completa, en cantidad de páginas” y también revela un episodio del que apenas ha hablado en público, un breve periodo que pasó en cárcel cuando, de joven, se dejó arrastrar por el fervor revolucionario de los años 60 y que le sirvió, dice, para vacunarse de la política, lo que le hace añadir una sentencia que a más de uno le provocará un sarpullido: “Los buenos sentimientos matan la literatura. Los derechos humanos me interesan como ciudadano pero no como escritor”.

Durante la pandemia Aira se vio obligado a cambiar su rutina de escribir a mano en pequeños cuadernos siempre en las viejas mesas de los cafés de Flores, su barrio en Buenos Aires. Ahora ‘trabaja’ -aunque no acepta el término- o, mejor, juega con la escritura en libretas enormes. “Todos los días escribo un poco y así me quedo tranquilo”. De ese periodo surgió el que será su próximo libro, 'El jardinero, el escultor y el fugitivo', tres novelas independientes pero unidas por un mismo argumento, la cura de la depresión de uno de los personajes. ¿Habla por experiencia propia? “No, una vez tuve un problema físico y el médico me mandó a un neurólogo de formación psicoanalítica. Me dijo que yo nunca me iba a deprimir porque soy un melancólico y los melancólicos no se deprimen. La melancolía es un sentimiento voluptuoso mientras que la depresión es trágica e incapacita”. Sí, es imposible imaginarle inactivo.

Naturalmente, siendo el escritor argentino que más números tiene para ganar el Nobel un año de estos, resulta inevitable interesarse por el asunto: “No me lo van a dar, porque un Nobel siempre se justifica desde un punto de vista no literario, por la defensa de aquello o de lo otro. Nunca se dice que se ha dado un Nobel sencillamente por lo buenos que son los libros de ese autor”.

Hasta el momento, su último libro publicado en España -una reciente selección de columnas sobre la literatura periférica que le gusta leer- no lo siente como demasiado propio porque la selección no ha corrido de su cuenta: ‘La ola que lee’ (Penguin Random House) sin embargo es profundamente personal y da cuenta, entre otras muchas cosas, de su antiguo mordiente respecto a la literatura latinoamericana lanzando alguna que otra pulla a García Márquez o a Carlos Fuentes. ¿Se ha atemperado su mordacidad con los años? “Bueno -rie juguetón- en realidad sigo pensando lo mismo, lo que ocurre es que ya no lo escribo”.