Al igual que Woody Allen, Clint Eastwood en su longevidad nos regala cada año una magnífica película. Y ya son bastantes desde que muchos quisieran que se hubiese jubilado este ídolo y último bastión del clasicismo cinematográfico que continúa en activo a sus más de noventa años, dirigiendo y actuando e, incluso, produciendo sus obras. Como ahora, que adapta la novela de N. Richard Nash, junto a quien escribe el guiin, también con Nick Schenk.

El protagonista que encarna es un viejo esqueleto que carga con el fardo de un pasado brillante y oscuro a la vez. Después de una exitosa carrera como estrella de rodeo y domador de caballos, sufrió las consecuencias de un accidente y la pérdida, tras lo que se refugió en el alcohol y el abandono. El filme arranca cuando quien le sacara del pozo, un antiguo jefe, le encarga cruzar la frontera para traer a un hijo maltratado por su madre.

El chico tiene un gallo de pelea, que ha bautizado como Macho. A partir de encontrarse, comenzará el viaje de estos dos personajes, separados por la edad y unidos por el destino: un hijo sin padre y un padre sin hijo. Acumularán vivencias para el recuerdo y encontrarán el refugio soñado. El filme está ilustrado musicalmente con estilo country por Mark Mancina, la partitura eleva cada una de las escenas en que aparece; por supuesto, hay un baile con bolero como telón de fondo, Sabor a mí, que como en Los puentes de Madison inflama de romanticismo el relato.

También hay cierta belleza paisajística en la fotografía de Ben Davis como homenaje a los espacios icónicos del western. Clint Eastwood filma, como mandaban los cánones del modelo de representación clásico, con la cámara a la altura de los ojos, de manera transparente, sin aspavientos y con una aparente sencillez, resolviendo sin estridencias la puesta en imagen de este relato que navega entre Texas y México, durante 1978.

Cineasta, pues, de lo crepuscular, inmejorable, que vuelve a contarnos otra historia necesaria e inolvidable.