Ara Malikian ejemplifica una verdad de la historia musical contemporánea; si Chopin o Paganini hubieran nacido en la actualidad, es probable que fuesen leyendas del rock. Brahms, Schumann, levantaban tantas pasiones como Mozart conjuntos de ropa interior tras los conciertos en los que enamoraba a multitudes. Cuando Malikian se sube al escenario con su apariencia desgarbada, bohemia, aliñada con joyas antiguas, tatuajes y un estilo inspirado en los setenta, parece el fantasma de John Lennon y cuando el fantasma de John Lennon se coloca el violín al hombro ya no es John Lennon sino una mezcla entre Paganini, Slash y Johnny Depp en sus buenos tiempos. El violinista recoge todas esas imágenes y las dirige, con puntería milimétrica, hacia el resorte de las emociones primarias. Sus manos mecen al auditorio para sumergirlo en un sueño dulce de infancia donde todo es familiar, seguro.

El público llenó las sillas de la pista y gradas del recinto al aire libre.

La ambiciosa puesta en escena elegida por el artista en 2019 para presentar Royal Garage ha sido sustituida por la sobriedad escénica de Petit Garage, el disco surgido, como ha ocurrido con tantos otros trabajos artísticos del año pasado, a raíz de la pandemia.

Este músico no es de los que se rinden frente a la adversidad. Todo lo contrario. Con gran elocuencia, ha reconocido en entrevistas el haber cargado las pilas para impulsar la cultura cuando más la ha necesitado el mundo. Así surgieron Nana Arrugada, el homenaje a las víctimas más vulnerables del coronavirus, o la versión de La Llorona, que presentó en México con motivo del Día de Muertos. El teatro se estremeció gracias al diálogo tan especial que mantuvo el violín con el piano de Iván Lewis. Un diálogo al que se sumaron la batería de Picó, la guitarra eléctrica de Dayane y el contrabajo de Iván, aportando al repertorio fusión y dinamismo.

Lo que ocurrió anoche en La Axerquía fue una conversación trepidante, hermosa, de la que los presentes extrajeron un mensaje esperanzador. Las emociones dan sentido a la existencia. La música trasciende todo conflicto y sitúa en el mismo nivel a quienes se dejan arrastrar por ella. La capacidad de Ara Malikian para conectar con un público heterogéneo e inclasificable demuestra la supervivencia de la música clásica al paso del tiempo, su elegancia para mezclarse con otros estilos y nutrirse de nuevas referencias. Un vaivén de estados de ánimo azotó las gradas cuando el artista intercaló vivencias personales, entrañables y divertidas, con solos de violín. La figura delgada, fibrosa, menuda, dirigía toda su fuerza a los espasmos que parecían colocar al instrumento en el centro de una poderosa corriente eléctrica.

Dejar que el arte te sacuda no es barato. Las entradas para la cita con el artista oscilaban entre los cuarenta y los setenta euros. Pero las sillas de la pista, completas, junto con la imagen de las gradas casi a rebosar, demostraron que el alma del público cordobés es visceral y que, al contrario de lo que suele decirse, no repara en participar de la cultura cuando se le ofrece la oportunidad. Porque ir a ver a Malikian no consiste solo en alterar los sentidos o en formar parte de la historia de la música, también permite acercarse a la vida inspiradora de un libanés de ascendencia armenia que sobrevivió emocional y físicamente a las sacudidas de la guerra gracias a horas interminables de dedicación al violín.

Malikian cumplió cincuenta y tres años el pasado catorce de septiembre. Cuarenta de esos años los ha pasado subido a un escenario. Después de los sesenta conciertos planeados alrededor del mundo, que el artista tuvo que suspender, formar parte de uno de ellos con la Mezquita- Catedral de fondo, cerveza en mano, es una suerte.