Mescolanza de sensaciones en la vuelta de la Orquesta de Córdoba tras el verano para saludar con un concierto extraordinario el arranque de la temporada. Público expectante, representación munícipe —aunque todavía no el alcalde, al que sí hemos visto hace poco en eventos musicales de otra naturaleza—, relajación de medidas sanitarias, orquesta en proceso de recuperar la forma y selección de obras, digamos, para el debate posterior. De ellas, la de mayor enjundia fue, precisamente, la primera, la Obertura para el Día de la Onomástica de Beethoven. Leves desajustes en la cuerda y alguna vacilación en los acentos indicaban que el cuerpo orquestal estaba frío y necesitaba calentar pese a la corrección general de la interpretación.

Mejor discurrieron las sinfonías de Johann Christian Bach y Mozart, la Primera, lo que sirvió para contrastar la solidez del primero, compositor curtido, dueño de las armas de su oficio, con la bisoñez del segundo. En cualquier caso, la partitura mozartiana ya contiene giros, apuntes melódicos y efectos tímbricos que muestran ese lenguaje musical tan personal que entonces —¡8 años!— estaba aún en proceso de conformarse. Orquesta y titular nos dieron ese clasicismo amable, bien articulado, ágil en los allegros y un poco más pesadote en los minuetti, que piden otra sonoridad, otra articulación.

Puede que la obra que mejor sintonizó con la expectativa festiva de la velada fuera «Instante», del músico cubano Igmar Alderete, primer violín de la Orquesta. Una pieza danzable, variada y alegre, de ritmos latinos y sentido del humor, con morcillas del director incluidas, que divirtió al público y que recibió un caluroso aplauso. En esa línea ligera continuó una bien llevada Marcha Real de la Historia de un Soldado de Igor Stravinsky, con ese aire cubista de la música de barraca del compositor ruso que Domínguez-Nieto y solistas acertaron a plasmar.

Fin de velada con la Obertura Froissart de Edward Elgar, pastiche postromántico desigual en el que director y orquesta se implicaron todo lo posible inyectando tensión, lo cual sirvió para mostrar músculo sonoro y capacidad de matización, pero que no redime una obra de juventud que, escuchada a día de hoy, no presenta para el público mayor interés que la curiosidad musicológica. Solventada la presentación, salimos del Gran Teatro conservando intactas la expectación y la confianza en una temporada que se presenta apasionante. La inminente Quinta de Bruckner, que se yergue ante nosotros en el horizonte próximo como un Tourmalet sonoro, nos meterá de lleno y sin transición alguna directos en el meollo.