Al despertar, todavía sin saber la hora, todavía sin ver el sol, me echo unas gotas de agua en los ojos. Suficiente aseo. El pelo se quedará como amanece. En el viaje solo queda lo imprescindible, no hay manías ni lujos. Hay espectáculos naturales. Te sientes asilvestrado y minúsculo en ese punto del campo que has elegido para dormir al raso. Calientas el agua y ese té, el primero, te lo dedicas a ti, a observar los picos que tienes enfrente, sin encender el móvil, sin música ni radio, sin noticias; es un momento contemplativo donde nada sucede y, sin embargo, es de tus favoritos. Por la pausa, porque miras sin hacer nada más. Nos merecemos momentos de vaciar la mente.
Aparece el sol y noto cada centímetro que asciende. El tiempo es mío, solo yo decido cuándo dejo de mirar, cuándo empiezo a untar la mermelada, cuándo recojo el saco. Somos como amanecemos. Amanezco a cámara lenta. Me invado de sosiego y brillos anaranjados. ¿Seremos dueños de nuestros días?
Me encuentro a los primeros hombres caminando por el valle. ¿Y lleváis luces?, les pregunto. Menos que un candil. Rodeo El Torcal y me paro en La Joya, una pedanía de Antequera, y me desboco con el segundo desayuno, en el bar Margarita: mollete de zurrapa y café. En la barra está Miguel, un pastor que acaba de llegar de Teruel y que tiene a su madre tatuada en el brazo. Subo un puerto porque me da la gana, sin necesidad, porque entre Periana y Ventas de Zafarraya hay un atajo, pero entonces no habría conocido al niño marroquí que en Pilarejo se embobaba mirando camiones por la carretera, con esa cara de asombro y goce, la que dan los momentos en los que parece que nada sucede, pero que realmente son los que nos llenan. Duermo en la cima, entre dos peñuscos.