El tiempo es una canción de tres minutos de los Ramones. Hace tres minutos era el 30 de julio del 2011 y El Bulli, el restaurante más influyente de la historia contemporánea, estaba a punto de dar el servicio definitivo, con Ferran Adrià y Juli Soler al frente.

Juli murió también un julio cuatro años después: hombre y mes, extrañamente unidos, como una de esas bromas del lenguaje a las que era aficionado.

Asistir a la cena, al 'Last waltz', como decían ellos, con solo una cincuentena de invitados, fue un privilegio, la oportunidad de despedir al establecimiento más decisivo en mi vida y también un alivio: no merecía El Bulli la decadencia y esa clase de deterioros que suceden a la vista del público y de los que se guarda un incómodo silencio por respeto a la gloria pasada.

Las grandes historias merecen un gran final y aquel lo fue, ya desde el plantel de chefs invitados, nombres de oro de la profesión, si nos acogemos a las cenagosas clasificaciones internacionales y al 'triestrellismo'.

El último equipo de bullinianos (los auténticos currantes de la cena), bullinianos de orla y cocineros que alguna vez estuvieron en sus cocinas, aunque fuera episódicamente. Joan Roca, Andoni Luis Aduriz, René Redzepi, Grant Achatz, Massimo Bottura, José Andrés, el recientemente desaparecido Xavier Sagristà, Albert Adrià, Oriol Castro, Eduardo Xatruch, Mateu Casañas, Carles Abellan, Albert Raurich… Las bodas y los funerales reúnen multitudes y aquello tenía algo de ambos acontecimientos.

Los aperitivos fueron en la terraza a esa hora en la que el sol comenzaba a ser comprensivo y la noche, prometedora. Andreu Buenafuente, con el que compartía mesa, también con Sílvia Abril, les regaló el cuadro titulado 'La última cena', con un Ferran de rostro colorista en el papel de cocinero de Cristo pintado por Uri Martínez. Por suerte, sin crucifixiones después.

No fue un servicio normal ni formal, sino con el relajamiento de las despedidas. Y a pesar de lo desinhibido de la situación, cocina y sala, capitaneada por los Lluíses, García y Biosca, y con Ferran Centelles y David Seijas a los vinos, sirvieron 51 platos, entre ellos, símbolos como el huevo de oro, el papel de flores, la croqueta líquida de pollo, los raviolis de sepia y coco (el plato que me había enamorado en la primavera de 1997), el tuétano con caviar, el pollo al curri y el capuchino de caza.

¿Y los vinos? Los que queráis, dijo Seijas, que atendía nuestra mesa. Aturullados, lo dejamos en sus manos: el chardonnay Chassagne-Montrachet, de Bernard Moreau; el pinot noir Charmes-Chambertin, de Lucien Le Moine, y el tempranillo de Viña El Pisón, de Artadi.  

El plato con el que terminaron casi medio siglo de historia (1962-2011) tenía, a su vez, narrativa: era el 1846, el año de nacimiento de Auguste Escoffier, y fue una serie con diferentes reinterpretaciones de los famosísimos melocotones Melba.

A esas alturas, los convidados deambulaban por los comedores y el caos feliz se había apoderado de aquel lugar de las ejecuciones milimétricas.

Con el último postre de la última cena de la última vez que El Bulli era un restaurante, todos los cocineros y camareros, con Adrià y Soler a la cabeza, se presentaron en la primera sala. Una mujer comenzó: “Ese bulli, ese bulli es, es”, y las decenas de personas fueron coreando con el ritmo de las finales ganadas. La misma emoción de desenlace dichoso, sin nostalgias ni tristeza, es la que siento mientras escribo este recuerdo.

La fiesta siguió en el aparcamiento, con copas y un bufet para un segundo grupo de invitados, y Juli Soler hizo de 'disc jockey', en recuerdo de la que había sido una de sus primeras ocupaciones.

Hubo gente que se bañó en el mar y que perdió las gafas y otros enseres y hubo un pastel y hubo un globo que lanzó un mensaje de despedida al espacio.

Una década después rememoro la excepcionalidad de lo vivido, la claridad y la certidumbre del momento irrepetible.