«El canto, esa respuesta/ viva y hueca a que no estás». Con la selección de esta cita de Olvido García Valdés para el pórtico de Cantar qué, Juan de Beatriz inaugura una voz que eleva la necesidad del canto a la categoría de alétheia: «Debajo de la hoguera del poema/ alondras de locura/ se lloran quietamente en el silencio». En la obra, para ese fuego, el poeta utiliza como pretexto un diálogo virtuoso y original -elíjase en este adjetivo el sentido que se quiera- con sus antecesores, concretamente su abuelo, a través de una fértil relación con el espacio rural y con el mundo.

Desde el inicio, el símbolo eterno de la rosa, que alcanza nuevos significados en Beatriz: «Cantar fue un incendiarse hasta la rosa,/ ceniza desmandada/ sin por qué». El título del libro ya encierra una humilitas inaudita en la poesía joven, si bien no prescriptiva cuando menos elocuente, que revela el origen y el horizonte de unos versos anhelantes de principiar un trayecto. Hay en Cantar qué una ambición clara en el lenguaje, una hondura que se asienta en la conciencia de un vacío que pugna por encontrar una plenitud. Así, la voz de Beatriz asume su misión y edifica su promesa sobre la escritura, al tiempo que resuelve un cuestionamiento: «Mi empresa es ordeñar la música celeste/ plagiando a cualquier ángel/ su misterio,/ cantar cada silencio en la afonía/ morir en lo invisible».

En esa empresa, el bagaje lector y filológico del murciano, unido al empleo de un léxico vinculado a su raíz -cabe en Juan de Beatriz el lenguaje rural junto al neologismo-, nos permite conceptuar una perspectiva acurada e innovadora del acto comunicativo que hay en todo poema. Así, «Sampleo de Narciso», «Variatio del espejo» o «Ubi sunt entre geranios», podrían ser elocuentes de la poética de Beatriz. Estamos ante un neoculturalismo que germina en el conocimiento de la cultura grecolatina, pasando por la literatura española (Cernuda, Valente, Gamoneda…), la filosofía occidental (Kierkegaard, Sartre, María Zambrano…) o la música. Esta propuesta, tan atípica como insular en el panorama emergente, se posiciona atrevida dentro en género cuyos límites se han ensanchado hasta difuminarse en el último lustro con las aciagas consecuencias de -perdonen la licencia- la llamada poesía 2.0.

Descubrimos en la primera parte del libro «Saborear el fruto» —en mi opinión la más brillante del libro— un afán honesto y paciente ante esa inminencia sigilosa que encierra lo contemplado («a oscuras de sentido, estás cantando para que lo invisible estalle y cuente su porqué»). Más adelante, en el apartado «Todo lo cóncavo», el asombro del yo lírico, la sublimación del amor carnal o la pura nostalgia nos permiten encontrar en ese proceso íntimo algunos poemas de tema amoroso de extraordinaria sencillez y originalidad: «Ceguedad», «Alone, togheter» o el extraordinario «Sampleo kavafiano».

En su debut literario el autor de Lorca asume con acierto la responsabilidad de ese desocultamiento, respondiendo con osadía a ese incendio del poema, al espejo que nos exhorta para escuchar una voz. El nieto que aprendió del abuelo la lengua de la tierra, ambiciona hoy entonar bien alto la sublimidad: «Con ese gesto humilde/ me decías -ahora lo comprendo-/ toda la belleza del mundo es de quien la trabaja». Juan de Beatriz conoce el significado de ese canto que se tensa en las gargantas. La rosa que cantamos no es el tiempo sino el poema.