María González (Córdoba, 1986) ha publicado recientemente su nuevo poemario, El hambre, en la elegante editorial independiente sevillana Maclein y Parker. La autora de El año que murió Jean Genet (La Bella Varsovia, 2010) y El Espejo (Ediciones en Huida, 2015) inserta al lector en un campo de batalla anatómico.

¿A qué alude ese hambre del título de su poemario?

El título del poemario juega con la ambivalencia de la palabra que lo nombra. Comienza por abordar los anhelos truncados, quizás, incluso, generacionales. Desde ahí, navega hacia una acepción más personal y psicológica. Afronta un hambre mental, personificada de manera concreta en los trastornos alimentarios.

Da la sensación leyendo su poemario que ese hambre es insaciable.

Efectivamente, es un hambre insaciable. Un hambre de historias y de crecimiento, de belleza y de palabras. Unas ganas inmensas de vivir. Pero también, y por encima de todo, un vacío que es imposible llenar a pesar de la ingesta inabarcable. Cuando uno sufre un TCA (Trastorno de la conducta alimentaria), la cotidianidad está supeditada a la alimentación y a la relación con la misma. Y, en mi caso, la sensación de vacío en el estómago es constante.

Dice que el lenguaje es el arma de los poetas, ¿para qué guerra?

Y no solo de los poetas. El lenguaje es una manera de relacionarse con el mundo, de defenderse o de atacar. Configura discursos y realidades, sin él carecemos de la noción de realidad. Mientras no verbalizas un sentimiento, una situación o un pensamiento, no terminan de configurarse como algo tangible. Necesitamos de categorías, nombres, adjetivos, para que los conceptos, objetos o personas, existan. Yo no soy muy amiga de las etiquetas, pero es innegable que necesitamos hacer llegar la entidad propia, o nos quedamos sin opciones para relacionarnos. El lenguaje es nuestra forma de vivir, en cierto sentido.

Su poemario parece un campo de batalla anatómico. ¿Qué quiere que el lector encuentre en él?

Para muchas personas, nuestro cuerpo es un campo de batalla. Es un concepto que muchas voces han trabajado, desde Sontag a Eve Ensler, o autores más accesibles como Albert Espinosa. Mi propósito al escribir el libro fue que cualquier campo de batalla anatómico pudiera verse reflejado en cierta medida. No supeditar la poética sólo a mi experiencia, escribir desde la inclusividad de otras enfermedades u otras situaciones vitales. Mi situación física está condicionada por mi situación psicológica, pero esto no coincide en todos los casos. Cuando una persona tiene cáncer, no es su mente la que supedita el cuerpo si no que se invierte la ecuación. Trabajé a partir de esta máxima, aunque no soy lo suficientemente objetiva para saber si lo he conseguido.

«El último día en los 20 dispararon al escenario», explíquenos esto.

La tarde anterior a que cumpliera 30 años, en una galería de arte de Ankara, un terrorista atacó al embajador ruso en Turquía mientras daba un discurso inaugural. El poema que abre el libro nombra este acontecimiento, primero, por aludir literalmente a un hecho disparador concreto, y segundo, porque este hecho concreto me impactó emocionalmente. Tengo formación escénica y para mí el escenario es al mismo tiempo un espacio seguro y un espacio que me infunde respeto. El atentado me hizo plantearme esta relación.

«Crecer era una trampa», ¿es una cuestión personal o cree que eso es una cuestión generacional?

Lo personal es generacional en este caso. Nací en 1986. Me crié en una familia en la que no faltó la comida en la mesa. Soñé mucho y a lo grande. La vida real no es lo que esperábamos. Nos vendieron la moto con todos los extras, y después no tuvimos ni para pagar el ambientador de pino.

En el poemario hay amor, pero con rasguños, arañazos, garras y colmillos. Háblenos de ese amor.

El amor también es carne. Los rasguños son inherentes a la vida, no puedes vivir sin que las cosas te toquen. Las garras y colmillos son partes anatómicas que identificamos con los animales. Somos animales, no sólo en el sentido violento de la acepción. A menudo me han llamado la atención sobre el lenguaje que tiendo a usar, digamos, excesivamente corporal y visceral. Para mí es natural. Mi padre se dedicaba a la sanidad. Cuando era pequeña, mi cuarto tenía una pared llena de libros de cirugía, atlas anatómicos, fotos de intervenciones. Lo corpóreo no me es ajeno.

La poeta nombra el mundo, lo talla, ¿lo cambia?

Ojalá la poesía pudiera cambiar el mundo. Soy consciente de que eso es bastante improbable. Si que me resulta importante sacar a la palestra determinados temas, como los TCA. Cuando comencé a trabajar el poemario, no encontré excesivo material sobre este tema más allá de los libros divulgativos.

¿A qué mundo querría escribirle?

A uno que escuchara.

Hay fuertes vínculos con Córdoba en estos poemas. Nombrados, están Pablo García Casado, Espaliú, pero también Nacho Montoto.

Creo que es muy importante ser honesto y coherente con la historia vital de cada uno. Yo nací como creadora en Córdoba, viví una época muy bonita de la ciudad en la que el tejido cultural estaba especialmente vivo. Espaliú me marcó con 16 años y lo tengo, literalmente, tatuado. Pero también las relaciones con quienes poblamos la cultura hace más de una década. Hay una cita de Pablo García Casado a conciencia. Yo soy gracias a personas como Alejandra Vanessa, Nacho, Rafa Antúnez o Ana Castro. A La Bella Varsovia, Cosmopoética, la ESAD de Córdoba o Agujas de pino.

El poeta usa el lenguaje para definirse en sus poemas, ¿quién es María González ahora mismo?

Una persona que trata de sobrevivir -como la gran mayoría por este momento que nos ha tocado-, y mientras, procura disfrutar de su hijo, de su familia elegida y de la literatura. A veces, sobrevivir también es escribirlo.