-Escribió ‘El club de los mentirosos’ diseccionándose a sí misma sin ningún tipo de complejos. ¿Qué le impulsó a escribir ‘La flor’? ¿Qué creía no haber contado todavía?

-Quería escribir algo que no hubiera leído ya. Cuando una mujer intenta hablar del deseo sexual, se encuentra con un montón de manos tratando de acallarla. O se hacen pasar por putas furiosas o víctimas lloronas. La dicotomía de la puta-virgen. Y la mayoría de nosotras no somos ninguna de las dos cosas. Las jóvenes de hoy me parecen mucho más libres, audaces, vivas y variadas que nosotras.

-La adolescencia es un periodo muy complejo para las mujeres, y usted ha dicho que apenas se ha contado desde el punto de vista femenino. ¿Necesitaba sacar a la luz toda esa compleja represión?

-El canon de las memorias está repleto de historias sobre la madurez sexual de los hombres. Muchas de ellas son las lecturas que recomiendo en la universidad: Las confesiones de San Agustín, Stop-time de Frank Conroy, Las cenizas de Ángela de Frank McCourt… Todos esos autores pasan por un momento de disyuntiva consigo mismos y sus primeras hazañas románticas.

-No estamos acostumbradas a hablar de nuestra sexualidad.

-Las memorias de las mujeres parecían obviar la adolescencia para pasar directamente a la universidad. Me preguntaba si sería capaz de lidiar con el deseo de una chica, que es tan intenso como el de un chico pero diferente, en el sentido de que tenía fantasías románticas muy excitantes que terminaban con un beso, no empapadas en guacamole.

-Se diría que, en comparación con ‘El club de los mentirosos’, hay en ‘La flor’ una intención más universal, no retratar solo a una familia sino hablar de un periodo a la vez luminoso y oscuro de la vida. ¿Está de acuerdo?

-Joyce Carol Oates dijo lo mismo en una reseña sobre La flor en The New York Review of Books, la única vez que me han dedicado un artículo en profundidad, de esos en los que sin embargo se bañan los escritores de memorias, varones, de mi generación. Ella contaba que mi deseo era mucho más normal de lo que mi infancia podría haber predicho.

-Sí, detrás de un título como ‘La flor’, la verdad es que es difícil imaginarme su terrible, pero a la vez salvajemente divertida infancia.

-Comenzó como una declaración irónica. Solo cuando lo escribí me di cuenta de que mi inocencia había sobrevivido a muchos ataques. Los peores, sobre los que nunca he escrito, vinieron de mi madre, que me obligó a leer literatura pornográfica cuando aún era demasiado joven para aquel nivel de excitación. Hay una delgada línea entre estar abierto a las preguntas de tu hija sobre sexo y transmitirle que esperas que se muestre libidinosa a los 11 o 12 años, cuando la animas a que lea a Henry Miller, o los grotescos libros de Hubert Selby y Hunter S. Thompson.

-Mirando hacia atrás, ¿se gusta como adolescente?

-Sí, me gustaba más a mí misma de niña y de adolescente, y culpo más a mis padres por no haberme protegido. Especialmente mi madre, que mantuvo relaciones sexuales con otro hombre delante de mí cuando yo era pequeña y me contó mucho más sobre su vida sexual de lo que me habría gustado saber.

-¿La perdonará algún día?

-Ahora sé que estaba enferma, que ella también trataba de superar a su manera la represión y el juicio de su madre. Y lo siento por ella. Porque no tenía a nadie más con quien hablar y no se dio cuenta de que yo era una niña. Dios sabe que todos nos equivocamos con nuestros hijos. Pero sí, me compadezco, y me preocupo, de todos mis yoes más jóvenes.