Ante la confusión, el pánico y el redoble de campanas por el fin de una era, un milenario riff de rock’n’roll. Quizá la pandemia precipite una aceleración de los tiempos, tanto en el imaginario cultural como en nuestro modo de vida, pero ahí está AC/DC para tratar de evitar que nos desorientemos más de lo inevitable, cerrando filas con un álbum, Power up, que nos brinda como un asunto de familia, superando descalabros internos, enchufando guitarras con la aparente excitación de la primera vez y sacando chispazos de la vieja canción.

Si se tratara de otra banda, un repertorio como el de Power up sería saludado como un abuso de confianza: la mayoría de las piezas son tan previsibles como una canónica rueda de acordes de blues. AC/DC ha convertido su estilo en un estándar, y el sentimiento y el sello expresivo dan la medida de sus talentos por encima de la composición. Angus Young y compañía ya son como sus viejos héroes del delta, Willie Dixon, Muddy Waters y compañía, y como aquellos, se acogen al feeling para seguir sonando únicos y mayestáticos, recordándonos que, después de todo, en la vida basta con haber inventado algo una sola vez.

En Power up lucen cohesión interna: tras las bajas y altas del período 2014-17, Angus no ha caído en la tentación de pensar «AC/DC soy yo» y se ha ocupado de recuperar piezas extraviadas y de procurar una creíble foto de hermandad, como la desplegada en el vídeo de Shot in the dark, canción que no va más allá de la funcional carta de bienvenida. Ha vuelto a casa Brian Johnson, superados (o no) sus problemas de audición, que derivaron con el injerto de Axl Rose (Guns n’Roses) en aquellas fechas del 2016 (Sevilla entre ellas). Ya se verá si su oído tolera una gira, cuando llegue, pero en estudio ruge y aúlla como siempre.

Con él a bordo, ha sido fácil repescar al bajista Cliff Williams, que se descolgó alegando que AC/DC se había convertido en «un animal distinto». Y recupera posiciones, a las baquetas, Phil Rudd, neutralizado su encontronazo con el imperio de la ley (acusación de posesión de drogas y de estar detrás de un intento de asesinato). AC/DC exhibe así su versión más completa, con la guitarra rítmica de Steve Young en la plaza de tío Malcolm, fallecido hace tres años.

Ciertamente, AC/DC las ha visto de todos los colores en los últimos tiempos, y en Power up se hacen notar tanto el instinto de supervivencia como la necesidad de aferrarse al tronco familiar: el álbum es un homenaje a Malcolm Young, «del mismo modo que Back in black (1980) fue un tributo a Bon Scott», ha declarado Angus a Rolling Stone, invocando cotas del pasado. Todas las canciones aparecen firmadas por ambos hermanos, y muchas provienen de las sesiones de su penúltima obra, Black ice, algunas incluso de más atrás, lo cual nos pone en guardia: si se dejaron de lado, por algo sería.

Quizá se trataba de borradores que pedían su tiempo para optar a brillar. Concedamos que la historia está llena de ellos. Bien, ahí podemos situar Realize, la canción que abre el álbum, que pese a su trazado secular nos perfora el cerebro con ese coro que corta en canal el estribillo al tiempo que Johnson nos vacila. Sin chulería no habría AC/DC. Y en el cuarto track se eleva Through the mists of time, manejando una dinámica más matizada y dejando halo de nostalgia misteriosa y encallecida con sus imágenes de «damiselas pintadas» y «oscuros caballos».

Tenemos el martillo pilón de Kick you when you’re down, combinando el estribillo marcial con los arabescos de guitarra; la limpia progresión de acordes de Witch’s spell y el suspense a lo Whole lotta Rosi en el que se apuntala Demon fire. Muchos clímax corales con efecto tribal: de No man’s land a Code red, tuneando moldes antiguos. Un disco de AC/DC es una prueba de autenticidad con la que el grupo proclama que sigue clavado en el mismo punto, entendiendo la evolución o la modulación como traición o paso en falso.