Pero lo que llegaba más inmediato era la vuelta a la escuela. A cubrirse alineados militarmente al izar la bandera, cantar el Cara al Sol y tomar en el recreo la leche en polvo americana del Plan Marshall.

Retornar al tosco olor de la tiza, los farragosos manchones de tinta en el cuaderno, pese al uso del sonrosado papel secante, y a las pesadas tareas para casa. Para más inri, después del joyo de pan con aceite de la merienda, algunos teníamos que asistir a las clases de Dibujo, que era como le llamábamos a la Escuela de Artes y Oficios, ubicada en el Palacio de Los Marqueses de Benamejí de la calle del Sol. El edificio era un hermoso caserón de anchas y frías galerías. En su decadente jardín de espesa vegetación, con estanques, fuentes y estatuas deslustradas, nos surtíamos de naranjas o nísperos aprovechando un descuido del conserje.

Las clases de dibujo artístico duraban hasta ya algo anochecido. Con más o menos entusiasmo, aprendíamos a pintar con carboncillo, que nos producía dentera cuando chirriaba sobre el papel de Barba, comprado en Casa Sarita. El modelo en escayola solía ser el perfil de un rostro de un romano o un trozo de capitel.

Otros amigos habían sido captados por el párroco o el coadjutor, e iban a la iglesia de Santiago a las charlas con uno de los curas.

Los tediosos sábados y domingos de lluvia los pasábamos, entre olor a ceniza y a gatuno, arrellanados en los portales de las casas o en las cocinas comunitarias. Se nos iban las horas jugando a las estampas de futbolistas o leyendo tebeos de El Guerrero del Antifaz, El Cachorro y Roberto Alcázar y Pedrín.

Así, aún sin mucha prisa, llegaba otra primavera y otro verano. Y otros más. Pero ya no eran iguales. Mientras crecíamos, lenta pero inexorablemente, los inviernos se iban haciendo cada vez más largos y más fríos.