La primera verbena de la zona era la de la Virgen del Carmen, alrededor del quince de julio. Se celebraba frente al convento, en los llanos de Puerta Nueva. El programa incluía carreras de anillas de cintas con bicicletas para los chavales y baile para mayores. Los pequeños corríamos las carreras de sacos desde la taberna de Chaleco al Hospital Antituberculosos. Además, participábamos en el divertido juego de la piñata. Con los ojos vendados con un pañuelo y una porra en las manos, teníamos que romper uno de los botijos colgados en hilera de una cuerda. Los organizadores y el público nos jaleaban e inducían a romper primero los que estaban llenos de agua o de serrín. Nos dejaban para el final el que contenía caramelos y globos.

Verbenas

Al entorno de la taberna El 6 de Puerta Nueva acudían malabaristas que nos encandilaban con sus juegos de cartas, pañuelos y monedas. También venía el Charlot, un vecino del barrio caracterizado con traje oscuro, ajustado chaleco y sombrero bombín. Imitaba tan graciosamente al gran cómico, lo mismo en sus brinquitos y movimiento de bastón como en sus mimos de meneo de ojos y bigote, que los chiquillos creíamos que era el verdadero Charlot de las películas. A la misa vespertina en honor de la Virgen solían asistir los concejales encopetados en sus trajes, y el alcalde Cruz Conde con guerrera blanca del Movimiento y fajín.

Una vez finalizado el acto litúrgico, las autoridades y los directivos de la hermandad se desplazaban al recinto de la verbena para dar cuenta de una buena mariscada. Mis compinches y yo nos situábamos fuera, encaramados sobre el montón de mármoles a pie de las acacias en la puerta de García Rueda, bicheando sus idas y venidas a las mesas. Alrededor de ellas, en un mano a mano, circulaban las gambas y los langostinos. Los extraños olores que percibíamos, según nos informaba el Grillo, eran como « los que ze zienten cuando uno está mu cerca del mar «, el cual solo habíamos conocido por las películas del Cinema Esperanza.

El Grillo era un pícaro abuelete mondeño, que portaba un pequeño maletín de madera pintado de azul celeste. En sus distintos compartimentos llevaba bolsitas de piñones. Para que se abrieran, por la mañana se dejaban esturreados en el patio sobre sacos al sol rociados con bicarbonato.

Por un puñaíto de piñones, El Grillo nos nombraba a alguno su ayudante para realizar esta tarea. Ya anochecido, solía salir de su casa muy arriscaete, con su gorra y chaquetilla blancas y el maletín, para vender el género a los clientes de los bares de Puerta Nueva, el Matadero y La Magdalena.

Junto a los piñones rajados, suministraba al comprador un clavito de hierro con la punta chafada.

Poco después, venía la verbena de la fiesta de Santiago. Frente al cuartel de la Guardia de Asalto, se instalaba una caseta de baile decorada con guirnaldas de colores y farolillos de luz de perra gorda. En las proximidades de la fuente de la Puerta de Baeza y la taberna Miguelito, que ofertaba esos días tapas especiales entre las que se incluían el pollancrón y las ancas de rana, los chavalones gateaban por el grasiento palo de la cucaña para alcanzar un jamón. La función provocaba gran algarabía, ya que el zancarrón bajaba y subía velozmente cuando alguno casi lo tenía en sus manos.

Como en todas las verbenas, antes de que acudieran los vecinos, los operarios municipales regaban las calles del barrio por la tarde. Los chiquillos, algo distantes, los retábamos gritando: «La manga riega, / aquí no llega; / y si llegara, / no me mojara».

De vez en cuando, nos mandaban una rociada que nos ponía chorreandito.

Al oscurecer el día, en los alrededores de la verbena ya se habían instalado los vendedores de higos chumbos: « ¡Higos frescos de la Sierra, dulces!», pregonaban a los paseantes. Nunca faltaba el Kico, con sus acorchadas garrafas de polos y helados de fabricación propia. El tío de los Camarones andaba de uno a otro lado con su cesto de mimbre bajo el brazo, lleno de azorados cangrejos y cartuchitos de camarones que ofrecía al público. Al paso de las muchachas, las gitanas les mostraban los ramilletes de jazmines para el moño:

- ¡Jazmines, niñas!, ¡jazmines!

En esos días de calor asfixiante era muy frecuente que hubiera algún ahogado en el río. Un verano le tocó a mi vecino Quique. Ya se sabe, decía la gente: «“Santiago y Santana, o pez o rana». Cuando eso ocurría, los barandales del río se poblaban de cientos de madres muy apuradas, que acudían a La Ribera desde los barrios limítrofes. Con el corazón encogido, pensando que pudiera ser uno de los suyos, no se alejaban de la zona hasta no habernos localizado. Los buzos, en unas barcas, rastreaban en el agua con sus arrebañaeras. Al irse el sol empleaban faroles de petróleo para continuar la búsqueda.

Se daba el caso de que las campanas del reloj de la torre del Asilo daban las doce y, según contaban las vecinas que volvían de presenciar el espectáculo, aún no lo habían sacado. En casa la bronca de nuestros padres era sonada: ¡Como un día te ahogues!, ¡te mato!, amenazaba alguna desesperada madre.

La de la Fuensanta

En los inicios de septiembre se culminaba con la verbena de la Fuensanta. El día ocho, desde las primeras horas de la mañana, bajo el largo y estridente repicar de las campanas, comenzaba el peregrinar de los vecinos de distintos barrios de Córdoba para hacer la visita al templo y asistir a la misa de la Patrona. La ceremonia solía oficiarla el purpúreo y rollizo obispo monseñor Fernández Conde y García del Rebollar.

Llegando mediodía, el ajeno bullicio de gente, el tintineo de las campanitas de barro y el olor a sardinas asadas, transformaban el habitual paisaje de la recoleta plaza de la iglesia. A los pequeños se les mostraba el caimán disecado ya muy escuálido y deteriorado. Como una gran salamanquesa colgaba sobre la pared del patio de la Ermita. Los chiquinines, al escuchar la leyenda del cojo que mató de un tiro al bicho en el arroyo, y sobrecogidos ante el desagradable espectáculo de los exvotos -manos y piernas de escayola y trenzas de pelo- no se separaban de la mano de sus padres. Tras terminar las largas colas de fieles para tomar el agua santa del Pocito, ya atardecido, la Banda Municipal con sus músicos uniformados dirigida por don Dámaso, tocaba un nutrido repertorio de valses, polcas y mazurcas. Solían finalizar con la pavana de Eduardo Lucena.

En todas las verbenas se instalaban barquillas y caballitos del tiovivo. Los chavalillos de nueve o diez años, nos contratábamos con el feriante para empujar o hacerlos girar a cambio de darnos una paseada de vez en cuando. Tampoco faltaban las casetas de baile con orquesta, a las que afloraban las guapetonas del barrio. La mayoría llegaban acompañadas de sus madres. Aparecían con deslumbrantes vestidos de seda, raso o bien de percal, según las posibilidades económicas de cada una. Las mozuelas se sentaban en las sillas de anea, algo alejadas de la pista. Esperaban la invitación de algún maromo que las estaba roneando, para marcarse un tango o un pasodoble, bajo la disimulada pero atenta vigilancia del guarda familiar.

Los niños no podíamos entrar y nos resignábamos mirando boquiabiertos desde la cancilla de la puerta o apoyados en las vallas de madera verdes y blancas. Imaginábamos ilusionados cuando nos tocaría a nosotros. Yo me enfurruñaba al ver bailar a mis preferidas del taller de costura. Nuestro amigo El Kico nos conformaba con un polo de sabor a fresa, limón o naranja de los más derretidos y no presentable para la venta. Al final, le ayudábamos a recoger y transportar los cacharros de su heladería ambulante, llegando a casa arrengaítos y medio muertos de sueño.

MAÑANA, ÚLTIMA PARTE