Para los chavales del barrio, la Velá de la Fuensanta presagiaba el final del verano. Por esas fechas, las tardes aligeraban ya sus alas. Una suave brisa mecía los penachos del cañaveral próximo al manantial del Pocito. La noche final de la verbena, pequeños remolinos de viento agitaban en el suelo los restos de papelillos y cartuchos de pipas o altramuces. En su regreso de la Ermita, varias familias se detenían a comprar turrón, garrapiñadas o una bolsa de jugosas azofaifas en los puestos del paseo. La orquesta tocaba ya sus últimos pasodobles. Algunas parejas permanecían en la pista, renuentes a abandonar su amoroso embeleso. Por entre la espesura de las cañas podían vislumbrarse aún, brincando en los calveros que iluminaba la luna, a los azulados duendes -gamusinos decía mi padre- disfrutando con sus atolondrados juegos, risillas y burlescos siseos al ritmo de la alejada música. Más tarde, quedaba solo el apacible murmullo del arroyito del manantial, a veces roto por los ladridos de los perros de los calerines y de las huertas.

Para mi y mis amigos, el Patata, el Faiqui, el Maíto y el Churrete, estas señales, como cada año, indicaban que pronto se acabarían los días de asueto y jolgorio. Dejaríamos atrás los meses de intensas vacaciones, o sea, de andar banduendos por un ancho territorio que tenía su centro por la Ermita del Caimán de la Fuensanta: desde el Matadero Municipal, Puerta Nueva y la Casa de los Muchos, pasando por las Lonjas Municipales hasta el Estadio del Arcángel, el molino de Martos y el embarcadero del río. Guadalquivir arriba, por su margen derecho, nuestras andanzas alcanzaban hasta los molinos de Carbonell y todas las frondosas huertas del meandro, por donde serpenteaban entre almezos, eucaliptos y álamos, el camino de la Barca y el de Lope García por el Puente de los Diablos.

Las Huertas de La Fuensanta

Partiendo de nuestro cuartel general, establecido en un caserón abandonado entre moreos detrás de la antigua Fábrica del Gas, planificábamos nuestras hazañas. Unos días era ir con tirachinas a por pajaritos o a cazar lagartos al Soto del Arenal. Otros, el objetivo era mangar lechugas, ciruelas, higos o granás en las huertas del Vilano, de Paparratas y del resto del Pago de la Fuensanta.

Camuflados sigilosamente entre los matorrales del borde de la acequia, acompañados por el suave rumor de los gorgoritos del agua y el trinar de los gorriones, aguardábamos a que el hortelano despejara el campo. ¡Si nos llegaba a sentir el gachupino, nos azumbaba los perros! Junto al olor a pajuzcos y cardoscucos a veces traía el aire una olorisca profunda a estiércol procedente de la vaquería. Cuando no se podía arrebañar algo, no las pirábamos rezongando con muy mal ajilibú, a buscar los chumbos del Corralón de Casana. También nos daban el apaño unas mazorcas birladas en la linde del río de los extensos maizales de la Huerta de San Rafael.

A mediodía, penetrando por el alambrado de la cerca de la Huerta de Santa Rosa y agazapados entre jaramagos bajo un viejo carromato, espiábamos a las mocitas. Ellas se divertían en bragas y sujetador, refrescándose en la alberca arropada por tres gigantescas higueras. Bajo la intensa luminosidad de un tórrido sol, el aire era pintado por el mustio azul de la calina. El lugar semejaba a un oasis; un recóndito espacio abovedado en el que cielo, tierra y vegetación armonizaban misteriosamente con el silencio bordado con los ecos de risas y chapoteos de unas ninfas en el agua.

Los Baños en el río

Después del almuerzo, en la hora de la siesta, comenzaban los baños en el río. Conocíamos todos sus vericuetos, socavones y léganos palmo a palmo: desde Lope García, las Torronteras y los Peñones de San Julián hasta el Puente Romano. Frente al embarcadero, el Maero se afanaba remando para cruzar su abarrotada barca hasta el Campo de la Verdad. Sus pasajeros eran principalmente muchachas de servicio, al regreso de casa de sus señores de las calles del centro, y albañiles u hortelanos, volviendo del tajo con sus fiambreras que sonaban a lata vacía dentro de la taleguilla. En la playa del molino de Martos hacíamos campeonatos de natación cruzando el río y jugábamos un partidillo a la pelota. De vez en cuando lo interrumpíamos con un chapuzón. Los chavalones subidos en la banqueta se turnaban para dar el salto mortal desde unos cinco metros de altura. Al hacer el chumbs en el agua, toda la chiquillería irrumpíamos con un largo aplauso. Casi sin darnos cuenta, bajo la satisfecha mirada de Ondina, la densa tarde se iba apagando sosegadamente. Al secarnos, junto al carrizo, lívidos rayos de sol que alcanzaban la orilla perfilando un color de fuego las siluetas de las palmeras, la torre y la cúpula de la Mezquita, se reflejaban en las gotitas de agua sobre nuestra morena piel. Yo quedaba absorto, admirando aquella maravilla del mundo a la que, sin saber cómo ni porqué, me sentía intrínsicamente ligado desde siempre. Ya arriba del muro, algunos paseantes se sentaban en los veladores del acristalado bar del quiosco de la Ribera. Esperaban el airecillo que al atardecer, aun en los días más calurosos, nos regala el río preñado del aroma a juncos, a peces y a quién sabe qué otras criaturas y enigmáticos seres que habitan en su seno. Entre los pescaores, apostados frente a la Cruz del Rastro con sus cañas sobre los barandales y con la nasa en el poyete, merodeaban los curiosos. Antes de volver a casa nos tocaba entrar en pelotas a la ducha en la alcubilla de la Chorrera. El agua potable muy fría -casi congelada- salía rabiosa por el exuberante caño. Llegaba al río desde la Sierra por profundas atarjeas subterráneas que desde la Córdoba romana o árabe todavía atravesaban la ciudad.

Había tardes que decidíamos ir a coger peces a las sobaqueras de la sua del arroyo de Santa Matilde; otras, a pescar anguilas al río a la altura del tejar de La Madrileña. Situados en el bajío detrás de los tarajes, tirábamos la guita al agua con el anzuelo y el cebo y nos sentábamos a sus sombras a esperar que picaran. Entre tanto, con el acompañamiento del pertinaz zumbido de las chicharras, dábamos cuenta de un melón o una sandía que alguno había trincao por ahí.

El barrio

El regreso al barrio, por el camino de la Cuesta de la Pólvora, se iniciaba cuando el sol, que divisábamos aliviando las ramas de una higuera, se iba ocultando tras los cerros de Las Ermitas. Las cigüeñas procedentes de los Sotos, con ramitas en el pico, planeaban alrededor de la torre de la iglesia del Asilo Madre de Dios hasta alcanzar su nido. Hombres, algunos muy tiznados y sudorosos, se acercaban a las tabernas de Miguelito, Los Candiles, El 6 o Los Mochuelos. Tras una fatigosa jornada, paraban a tomar una cerveza o unos medios de vino de Montilla y a jugar una partida de dominó. Un plácido olor a tierra húmeda y a mantillo llegaba a las puertas de las casas desde el interior de los patios, refrescados con agua del pozo por las vecinas más viejas, que regaban los arriates y macetas.

Algunas niñas jugaban en la calle al corro de la patata. Las mayorcitas bailaban las sevillanas zapateando sobre la redonda tapa de hierro del alcantarillado:

«Me casé con un enano / salerito, /

por jartarme de reír. / ¡Ole ahí! / ese tío que va ahí!. / En el patio de mi casa / Me casé con un enano / salerito, / por jartarme de reír. / ¡Ole ahí! / ese tío que va ahí!»

En el patio de mi casa de vecinos, después de la radionovela, las mozuelas del Taller de Corte y Confección suspiraban a la vez que copiaban un patrón, fijaban un «farso» de una falda o tilileaban en el encaje de bolillos. Entre dulces aromas de jazmines, gitanillas, claveles y dompedros, alguna de ellas, quizá pensando en su novio, que vendría pronto del trabajo en la «Letro» con su moto Guzzi para acompañarla a la verbena, canturreaba:

«Recuerdo aquella vez, / cuando te conocí; / que yo me enamoré / de esos tus lindos ojos / y esa tu linda boca que no olvidaré».

MAÑANA, SEGUNDO CAPÍTULO