El genio pictórico universal de Urbino (Italia) no precisa presentación. Es uno de los más eximios notarios del marchamo renacentista (pintor, escultor, arqueólogo, arquitecto...), con virtudes y defectos de su tiempo. Tal vez podría falsearse su relato subrayando -con retórica enaltecedora- que sobre él se ha dicho todo, siendo notoria la complejidad de su obra; a pesar de llegar como nadie a toda la sociedad en todos los tiempos. El magisterio de su arte nos deja una impronta arrebatadora.

Ahora, cuando se cumplen quinientos años de su muerte, se recuerda de forma irrepetible en los mejores museos del mundo (Roma, Louvre, National Gallery, Washington, El Prado...), aunque de ello nos quiera privar, y de momento nos está privando, la pandemia del coronavirus”. La incontestable ciudad de Roma, eterna escuela del maestro Sanzio, abrío (y luego cerró) las puertas con primorosa primicia -como no podía ser de otra manera- en Las Escuderías del Palacio Quirinale (15 marzo-14 de junio); debiéndole proseguir (aunque tal vez tampoco puedan en sus fechas) su brillante estela el coloso francés (Louvre 6 de mayo al 17 de agosto: Cuerpo y alma) y la simpar galería londinense (National Gallery (3 de octubre a 24 de enero de 1.916), que ofrecen miradas distintas del maestro.

Se trata sin duda del mayor regalo que tributan, todas ellas, al mejor intérprete del ideal de la belleza clásica. La exposición romana, sin menoscabo de nadie, es contundente: por ser casa del artista y escuela sempiterna de sus inconmensurables aprendizajes del mundo clásico; por recoger la exposición, con la generosidad del resto de los emporios pictóricos, una gama tan amplia y enriquecedora de su producción, que se acredita sin ambages como la más rica de todos los tiempos sobre el maestro: con aportaciones del Vaticano, Louvre, El Prado, Washington o las gigantes deferencias de la Galería de los Uffizi, prestando obras inamovibles); así como los cuadros permanentes de su colección (de El Quirinale).

La vida y obra de Rafael resulta apasionante (1483-1520), siempre, por ser compendiadora de un prototipo renacentista excepcional. Como decía Vasari (Vidas, 1550), con prosa arrebatadora quinientista, cuán generoso y benigno se muestra a veces el cielo acumulando en una única persona las infinitas riquezas de sus grandes gracias y tesoros... Son palabras mayores, que vienen secundadas por una alargada nómina de biógrafos de variada textura crítica (Polo Giovio 1483-1552); Dolce (1508-68); Simone Fornari, etc.). Nos encontramos ante la construcción de una genialidad plagada de ambivalencias a partir de sus innatas capacidades y un entorno embargante: desde su tierra de Urbino (y luego Siena, Perugia, Florencia...), que representa la eclosión del humanismo más estridente de la mano de luminarias (como Federico da Monfeltro, que decía Castiglione), hasta Roma, en suerte directa de contacto con los pinceles y arquitectos más diestros de su tiempo (Perugino, Pinturicchio, Ghirlandaio, Bramante, Fray Bartolomeo de San Marco, San Gallo...); entrando de lleno en pugilato directo con las estrellas refulgentes de aquel firmamento del Arte (Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci...); y al arrimo de los mejores mecenas pontificios (Julio II, León X). Entiéndanse, pues, como ejes fuertes de sustentación, encontrándose en el lugar preciso y momento adecuado de la Historia.

Rafael construye su propio lenguaje, no obstante, en un proceso de maduración interior. Es cierto que tiene a su lado luminarias artísticas de las que aprende y marcan las sendas de su arte, pero en forma alguna merman sus capacidades inequívocamente geniales; con dominio extraordinario del oficio y marcada personalidad artística y estética. Sanzio nace en medio del tráfago finisecular del Quattrocento en la esfera política y moral, cuando se están definiendo principios vitales que arriostran los conceptos básicos de belleza. Su aportación al mundo del Arte es colosal: toda vez que participa de lleno en la construcción de un sistema cognoscitivo y moral que reconoce el magisterio del mundo clásico.

Desde sus primeros años sentencia con firmeza su deseo de recuperación del legado humanista, aportando formas y sustancia al pensamiento de su era, que solamente cabe calificar como culta y refinada. Hay una sintonía perfecta entre el maestro y su entorno: recogiendo los mejores réditos (en términos artísticos) y haciendo exactamente lo que quiere la sociedad. Esa sintonía perfecta es el auténtico colofón de su existencia. La inmensidad de obras que pudiéramos ver juntas (con la quiescencia de la remisión del Coronavirus) este año anonada: el famoso Autorretrato con 20 años; retratos de Papas (Julio II y León X), cardenales, Madonnas (Madonna del Jilguero, Madonna de la Silla, La Velada, Madonna del Baldaquino, Madona del Gran Duque...); la hermosa y alegórica Fornarina, modelo y amante que sedujo al maestro en todos los extremos.

Las potencias del pintor se cifran con mayúscula, porque aprendió de los grandes penetrando en su órbita: con la dulzura y naturalidad de Leonardo; con el atrevimiento del desnudo de Buonarroti, insuperable maestro de la fisonomía y el detalle...; y esa fuerte impronta personal de gracia y gentileza de toda su obra. Al Joven (fallece a los 37 años) y consagrado genio lo arrastraron Las Parcas resistiéndose, como decían los presagios de aquella era, la propia naturaleza que tembló el mismo día de su nacimiento y muerte. El inconmensurable Rafael, siempre, está de nuevo a nuestro alcance.

* Doctor por la Universidad de Salamanca