En 1995 Mathieu Kassovitz consiguió el premio al mejor director en el Festival de Cannes por El odio, una película narrada a través de un estilo visceral y rabioso que se introducía en los barrios marginales parisinos para contar una historia de violencia generada a partir de las tensiones entre un grupo de jóvenes y la policía. El desarraigo, el racismo, la intolerancia y el miedo eran piezas fundamentales sobre las que basculaba esta obra seminal que instauró las bases del cine de la 'banlieue'.

Durante esa época se formó el colectivo Kourtrajmé, integrados por artistas y músicos dispuestos a apostar por el arte de guerrilla como medida contestataria a una sociedad adormecida que necesitaba de un revulsivo en forma de arma subversiva. Entre ellos se encontraba Vincent Cassel, protagonista de El odio, Kim Chapiron (que más tarde dirigiría Sheitan), el periodista Mouloud Achour, el rapero Oxmo Puccino, el hijo de Costa Gavras, Romain Gavras, muy apreciado en el terreno de la publicidad, y el videoclip y Ladj Ly.

>En el 2005, Ly se introdujo en los disturbios que estallaron tras la muerte de dos adolescentes perseguidos por la policía en un distrito periférico y grabó más de 100 horas de material que le sirvieron para montar 365 días en Clichy-Montfermeil. En el 2009 se embarcó en un medio metraje, Go fast connexion para destapar las mentiras que los medios de comunicación utilizaban a la hora de hablar de los barrios marginales. Hasta llegar a su ópera prima, Los miserables.

El caso de Ladj Ly es especial porque filma de primera mano aquello que conoce ya que creció y continúa viviendo en la comuna de Montfermeil. Algo parecido a lo que le ocurrió a Jean François-Richet cuando rodó su ópera prima État des lieux (1995) al intentar recrear el ambiente del suburbio en el que se crio al este de París y plasmar todo ese crisol de contradicciones que puede llegar a convertirse en una auténtica bomba de relojería.

Pero también podemos encontrar ejemplos menos independientes y más integrados en la industria comercial, como es el caos de la película Distrito 13, de Pierre Morel, distopía callejera producida por Luc Besson en la que un muro de aislamiento rodea los guettos, o de la comedia Todo brilla (2010), en la que dos amigas sueñan con cambiar de vida y cruzar el puente que las separa de París.

Otros autores como Abdellatif Kechiche, antes de alcanzar la celebridad con La vida de Adèle, filmó un romance adolescente interracial en los pisos de protección oficial de un suburbio titulado La escurridiza, o cómo esquivar el amor, mientras la cámara de Célice Sciamma se introdujo en los barrios obreros en Girlhood, una historia de amistad femenina, aprendizaje y crecimiento en medio de un entorno hostil y sin oportunidades. Jacques Audiard habló de la inmigración y el sentimiento de extrañeza en Dheepan (2015) e incluso películas de terror como Frontière(s), de Xavier Gens, utilizaron las revueltas para hablar del sentimiento de crispación ante el auge de la extrema derecha a través de un grupo de neonazis degenerados.

El cine francés, al contrario que el español, es capaz de radiografiar casi en tiempo real sus conflictos sociales y tiene el valor de utilizarlos como arma política contra un sistema al que le incomoda ver reflejadas en imágenes las miserias que ellos mismos han generado. No es de extrañar que Macron ya se ha sentido incómodo al ver Los miserables.