Jonás Trueba (Madrid, 1981) firma su quinto largometraje, La virgen de agosto, una fábula sobre la búsqueda de la identidad que bascula entre lo cotidiano y lo milagroso, en la que continúa explorando los miedos e inseguridades de su generación, en este caso a través del punto de vista femenino, el de Itsaso Arana, no solo la actriz protagonista, sino también coautora del guion. De fondo, el Madrid abrasador del mes de agosto, con sus verbenas nocturnas y sus tardes de siesta sin aire acondicionado, con encuentros tan fugaces como las Lágrimas de San Lorenzo.

-¿Cómo surgió el proyecto?

-Prefiero que las películas se vayan imponiendo y casi siempre aparecen a partir de ideas que te van rondando. De pronto hay algo que está dentro de ti que se coloca y lo ves como una evidencia. En este caso concreto, tenía ganas de seguir trabajando con Itsaso después de La reconquista. Hablando con ella surgió el tema de las verbenas de agosto, que me parecían muy cinematográficas, y de qué forma las vivían aquellos que se quedaban en la ciudad. Lo vimos muy claro y decidimos hacer una película estructurada como un calendario.

-De nuevo se trata de una producción propia.

-Nosotros siempre planteamos las películas a partir de lo que tenemos. Yo les llamo «películas ilusas», que significa que son «películas posibles». Muchas veces el guion, la personalidad o el tono están determinados por la forma que ha tomado la producción, no al contrario, como suele ocurrir en el cine convencional. No me gusta imaginar un proyecto que no voy a poder materializar. A partir de lo que tenemos, lo hacemos y lo moldeamos dependiendo de si hay un poco más o un poco menos. Esto ha sido una conquista de años, y lo hemos conseguido gracias al trabajo en equipo. Nos ha permitido hacer películas con mayor libertad dentro de nuestras enormes limitaciones.

-Si ahora le ofrecieran un proyecto de naturaleza más convencional, ¿sería capaz de renunciar a ese espacio de libertad?

-Este espacio lo cuido como un tesoro. Hemos podido hacer cine todos estos años, incluso en los peores de la crisis, y de eso nos sentimos muy orgullosos. Pero no me cierro a ninguna propuesta, las recibo todas con alegría, porque quiere decir que alguien ha pensado en mí para hacerlas. Por ahora, no quiero dar por hecho nada, ni siquiera tengo claro que pueda seguir dirigiendo películas como hasta ahora.

-Sobre todo… porque el circuito de distribución es cada vez más pequeño.

-En el Festival de Karlovy Vary, donde estrenamos la película, una agente de ventas alemana nos pintó un panorama aterrador. Nos decía que su oficio se iba a terminar de aquí a cinco o diez años, ya que el cine independiente iba a ser muy difícil de mantener. «Si quieres vivir de esto, véndeselo a Netflix», nos dijo. «Me jode decirte esto, pero es así». Es el camino hacia el que vamos. Es duro, porque siempre estamos intentando reajustarnos o reinventarnos y luchar por esa idea del cine que quieres hacer y también por el que te gustaría ver como espectador.

-Y supongo que también, luchar por dónde quieres ver ese cine.

-Exacto, y yo sigo siendo por eso muy defensor de las salas. Para mí es un privilegio poder estrenar en cines en buena parte de las capitales de provincia, aunque soy consciente de que el partido, y los espectadores, están en otro lado.

-Es la primera vez que vehicula una de sus películas alrededor de la mirada femenina.

-Para mí, ha sido el gran salto mortal, me ha hecho sentir una clase de vértigo nuevo. Pienso que es algo a lo que quizás hace unos años no me habría atrevido. Pero con Itsaso ha surgido todo de manera natural a través de una sensibilidad compartida. Me encontré con una aliada, al igual que también me ayudaron otras mujeres de mi equipo. Ha sido un paso… no sé si de madurez, pero sí un paso adelante.

-¿Qué es lo que más le ha sorprendido al cambiar la perspectiva?

-Hay momentos a los que no habría llegado con un personaje masculino. La particularidad que tiene es que hay un diálogo entre la cámara (yo) y ella. Supongo que, si la película la hubiera dirigido una mujer, sería diferente, pero nunca aspiré a eso.

-¿Qué temas quería abordar? Uno de los más claros es la maternidad.

-Queríamos hacer un personaje en positivo, desde el primer momento hasta el último, lo cual no deja de ser un reto. Que fuera bondadoso, que se levantara cada día con la intención de replantearse la vida, mirando las cosas casi por primera vez, que estuviera abierta a lo que le llegara. A partir de este planteamiento, comenzaron a surgir temas de manera natural. Y uno de ellos fue la maternidad. De repente, a una determinada edad, lo inunda todo, tengas o no tengas hijos, e incluso crea barreras. Para mí tiene un lugar misterioso en la película, porque no sé si la protagonista es algo que desea realmente o algo que la presiona de algún modo.

-También encontramos otras cuestiones relacionadas con la treintena.

-Los treinta es una edad bonita porque has acumulado suficiente experiencia y al mismo tiempo te sientes fuerte. Es el momento de replantearse las cosas y de mirarse a uno mismo. En realidad, es una película sobre la identidad. Fundamentalmente se basa en la idea emersoniana sobre quién soy y quién podría llegar a ser. Y hasta qué punto soy así porque lo he heredado. ¿Podría reinventarme y empezar de cero, no a partir de lo que me han dado? Es un tema con el que me identifico mucho. No se trata de la identidad en su sentido nacionalista, de dónde vengo o de dónde proceden mis ancestros, sino de mi identidad como algo que construyo por mí mismo.

-En cuanto al elemento masculino en la película… ¿no cree que resulta demasiado benevolente?

-Yo creo que hay chicos majos (risas). Es verdad que muchas amigas de mi edad sufren porque no hay hombres a su altura. Y desde mi género, me hace sentir mal. Cuando hago una película intento que la vida sea mejor que la realidad. Entiendo que otros cineastas se concentren en la parte mala, también hay que hacerlo. Pero nosotros nos centramos en la parte buena. A mí me gusta la idea de que el cine puede hacernos mejores personas, que puede resultar inspirador.