Lo que desapareció aquella noche, en el preciso instante en que Haker dijo que él era un «negrata casero» y el senador Harrison empezó a reír sin control, fue su carisma. El carisma es una joya mágica que embruja a quien la posee. Te la colocas en el dedo y emite desde allí el resplandor que hipnotiza a todo el mundo a tu alrededor. El carisma es el responsable de que todos quieran hablar contigo en una fiesta donde no conoces a nadie. El carisma negocia tu sueldo con los productores, establece el caché de tus productos, arranca carcajadas de un chiste que cualquiera de nosotros contaría sin despertar más que alguna sonrisa de complicidad. Pero el carisma no te pertenece. El carisma es un préstamo que encierra un poder narcótico: te hace creer, si lo luces, que ese brillo que todos aprecian es algo que emana de ti.

El carisma es una convención social que eleva por encima de la masa a unos cuantos elegidos que poseen unas cuantas aptitudes extraordinarias. Arrebatadle de repente la joya a quien se acostumbró a lucirla en su dedo meñique y veréis en su mirada la expresión más honesta de la confusión y el terror. Tratará de comportarse de la misma forma que siempre y tropezará con sus propios pies. Sus palabras, que parecían manar como un fluido dorado de sus labios, se convertirán en engranajes mecánicos. Sus gestos, que volaban con gracejo ante vuestros ojos, adquirirán la apariencia de pasos de baile ejecutados por un principiante. Será como un amante al que se le mete en la cabeza, en mitad del sexo, la duda sobre la mejor forma de sentir placer.

‘Breaking news’

Elisa, la mujer de Haker, me explicó que estaba sentada delante del televisor en aquel momento como cualquier otro sábado por la noche. Cuando Haker pronunció las palabras mágicas ni siquiera dio un respingo. Cerró los ojos y respiró despacio. Las carcajadas de Harrison martilleaban en sus oídos y apagó el televisor. Elisa Haker no necesitaba ver más para entender lo que había ocurrido. Abrió su ordenador portátil y se conectó a Twitter. Ella manejaba la cuenta de su marido y le bastó un vistazo de cinco segundos a las notificaciones para comprender la magnitud del problema que tenían ante sí.

Aparte de miles de comentarios enfurecidos de internautas anónimos, varios medios de comunicación estaban tuiteando sus Breaking News con una uniformidad absoluta:

-Haker y su horrible comentario racista.

-Haker hace reír a Harrison y se burla de la comunidad negra.

-El patinazo racista de Haker:?ha pronunciado ‘la palabra n’.

Varios compañeros de profesión con los que Haker tenía mala relación aprovechaban ya para verter su envidia y su resentimiento, cosechando al instante miles de retuits:

-Todo tiene un límite, @BillHaker. Y cualquier cómico que no entienda cuánto daño hace ‘la palabra n’ pronunciada por un blanco es indigno de esta profesión.

Cerró el ordenador y volvió a poner la televisión. Albergaba una única esperanza: que alguien en la CBA aprovechase la pausa publicitaria para comunicar a Haker cuál era la situación, que su marido estuviera suficientemente calmado como para escuchar y que se le ocurriera una forma honesta y airosa de pedir perdón a todo el mundo. Tenía que ser hoy, en este momento, durante la tormenta, o los daños serían irreparables. Pensó que, si esto no ocurría, lo mejor sería tuitear una disculpa desde la cuenta de Bill en cuanto terminase el programa, pero esto es algo que ella no podía hacer sin consultarlo con él. Decidió esperar a la pausa para llamar por teléfono a su marido. Pero cuando llegó la pausa, el teléfono de Haker había dejado de funcionar.

Empezó para ella la frenética danza: telefoneó a todos los productores, colaboradores y directivos a su disposición en la agenda. Era urgente comunicarse con Bill y era fundamental hacerlo durante los seis minutos de publicidad. Mientras tanto, cientos de miles de internautas escribían a cada una de las empresas anunciadas en ese bloque para preguntarles si estaban orgullosos de promocionar un espacio tan racista e irrespetuoso. Lo que el amor te da, el odio te lo quita.

Lo cierto es que nadie podía atender las llamadas de Elisa Haker. Durante la pausa, Bill pidió a los histéricos productores que esperasen un momento y se encerró en el cuarto de baño. Se sentó en la taza del retrete y sacó su teléfono móvil del bolsillo de la chaqueta. Tenía unos cientos de llamadas perdidas. Una de Elisa. Otra del presidente ejecutivo de la CBA. Percibió que aquello era muy grave. Pero respiró despacio y trató de calmarse. Su carisma recién arrebatado todavía lo embrujaba. Creyó que el espectáculo podía continuar.

Mañana, capítulo 5: El estigma