Pienso que no hay que preocuparse por las cosas que no pueden ser. Es lo que traté de transmitir a Cugat, que se me desesperaba cada vez que me confesaba que no podía escribir. Me decía que no había nada que le pareciera interesante, que el mundo bien podía pasar sin sus novelas, que había perdido el ansia de contar historias, que sufría una especie de dolor casi físico -«como una punzada»- cuando se sentaba en la mesa, ante la libreta, a punto de escribir la primera palabra de lo que debía ser el nuevo libro. «No sé si lo entenderás» -me decía Cugat- «pero es una sensación terrible, y, ahora, por ejemplo, cuando te digo que es terrible no estoy nada seguro de haber acertado con el adjetivo, porque es demasiado fácil decir terrible, que no significa nada, cuando podía haber dicho desoladora o angustiosa».

Con estos circunloquios, Cugat hacía explícito su vacío creativo, que no sé si debería llamarse así, pero a mí ya me funciona para que nos entendamos. Confieso que no era nada agradable cuando llegabas a estos extremos. No sé si lo entendía o no, pero el hecho es que, cuando adoptaba esta actitud, para mí sí que era como tener una losa encima, que es lo que Cugat decía a menudo para referirse a su incapacidad. «Tengo una losa sobre el pecho y no me deja respirar. Como si estuviera muerto y enterrado, pero aún con el ansia de levantarme y, con fuerzas que no sé de dónde vienen, escupir esta losa con una potencia extrema más allá de este cementerio de las ideas, y saber que entonces todo fluirá», dijo.

La nada de la creatividad

Era muy difícil acostumbrarse a un personaje así, sobre todo cuando le sobrevenía un ataque de este tipo. Yo intentaba hacerle ver que la única manera de superar el mal trago era encerrarse en la habitación y no salir hasta que el relato o lo que fuera tuviera algo de carne, o al menos un poco de perfil, aunque fuera un retrato desdibujado. Y él me decía que sí, pero que la crisis era más profunda: «Cada vez que te hablo tengo la sensación de cansarte con mis preocupaciones, pero al mismo tiempo lo que te digo cada vez se acerca más a la realidad. No es una actitud adolescente o una puesta en escena para infundir piedad o conmiseración. No. Un tornado me aspira y se me lleva hacia la nada de la creatividad».

Vida insoportable

Era terrible, y tanto me da si debo decir terrible o decir terrible es decir poco. La cuestión es que vivir con un tipo como Cugat se hacía insoportable, sobre todo si estabas convencida, como yo, de que todo lo hacía con la intención de parecer interesante, de demostrar al mundo -y en este caso, el mundo era yo- que escribir significaba estar sujeto a una disciplina férrea, abrazar una devoción religiosa, ausentarse del mundo y luchar en solitario contra el lenguaje.

Aprendí que, cuando se sumergía en uno de estos estados depresivos, había dos soluciones. Animarle y decirle que tenía mucho potencial y que solo era cuestión de técnica y de rigor; o convencerle de que ya no había nada que hacer y que la vida tenía otros atractivos y que, si no sabía ser escritor, pues que se dedicara a otra cosa. Que no pasaba nada, que era cierto que el mundo podía pasar sin sus historias y que yo podía vivir sin la mierda de la losa.

La primera solución dejó de funcionar, porque todo lo que él pontificaba -la disciplina, la devoción, la ausencia, la soledad- no era sino un decorado. La pereza lo dominaba, una pereza colosal, un magma donde iban a parar, viscosas y lentas, las mareas de su incapacidad. La segunda solución me pareció, al final, la más acertada. No tienes un don, ni has sido llamado para la gloria, Cugat, métetelo en la cabeza y no le des tantas vueltas. Se acabó, ya no hay vuelta atrás.

Entonces, cuando mi actitud dejó de ser la de la madre amantísima que perdona las debilidades y se convirtió en una pared contra la que Cugat se empotraba, entonces él mismo me abrió la puerta del adiós. «Creo que es mejor dejarlo», me dijo. «Si te vas y te observo en la distancia de un amor imposible, si sé que solo me queda la literatura para recuperarte, quizá en ese momento volveré a ver la luz, que no es exactamente ver la luz, porque eso es un tópico, no sé si me entiendes». Por supuesto que le entendí.

Me faltó tiempo para decirle que, de hecho, el que se tenía que ir era él porque resulta que vivíamos en mi casa. Irse con las libretas y las neuras y las palabras y las losas. Y toda aquella mierdecilla. Y después conocí a Mario. Lo primero que me sorprendió de Mario es que fuera lector de poesía.

Mañana, el primer capítulo del relato de Juan Soto Ivars.