Hay cosas que no entiendes y cosas que son intolerables. Y a veces, coinciden. Coincidieron en el caso de Diego, que se enamoró de la chica que vendía billetes en la estación de tren. Se enamoró con tanta intensidad que aprovechaba cualquier excusa para plantarse ante ella; primero, por supuesto, con la idea de comprar billetes, de cercanías, que son más baratos; después, sin una intención clara que le ayudara a disimular el deseo. Se sentaba en un banco de la estación y, desde allí, pasaba mucho rato mirándola, simulando leer el periódico o haciendo ver que esperaba a alguien, procurando que los vigilantes no sospecharan de su actitud. Llegó a saber el horario de esa chica y se lo montaba para coincidir con sus turnos.

Diego me lo contó cuando le reclamé una explicación sobre la desidia que se cernía sobre nuestra vida de pareja. Las corrientes del deseo, las mareas del tiempo son diversas y divergentes entre los hombres y las mujeres, aunque sean amantes. Incluso se podría decir que, cuando son amantes, aún se alejan con más furia. Ese día sollozó y me prometió que nunca había cruzado palabra con la chica de la taquilla (más allá, claro, de las transacciones ferroviarias), y que, por supuesto, nunca había habido una relación carnal entre ellos dos. Dijo exactamente «relación carnal» y eso me hizo reír mucho, y me preguntó por qué me reía y le dije que me tronchaba con lo de la «relación carnal». Y añadió, después, todavía sollozando, que estaba dispuesto a ir a un médico o adonde fuera, «a la puta terapia que haga falta», para ver si había forma humana de superar aquella fijación.

Relato miedoso

No era tolerable que Diego se comportara de esa manera. Aunque ya sabía que no iríamos más allá, dolida como estaba por un comportamiento extraviado y distante, lo que me decidió a dejar la historia fue aquella pose tan de corderito, tan meliflua. Tan inconsistente. Y lo que no entendí, de ninguna manera, fue el relato miedoso de su obsesión.

La chica de la taquilla llevaba tatuajes, pero, por lo que me dijo Diego, no eran tatuajes convencionales, de los que llevan muchas chicas, como un corazón tatuado en el brazo con el nombre de ella y el de su novio, o como un lagarto o una serpiente o una breve inscripción en japonés que nadie sabe qué significa. Diego, aunque yo le repetía que no había que entrar en detalles, se esforzó en describirme los tatuajes de la chica de la taquilla, «porque solo así podrás entender lo que estoy sufriendo». No lo asesiné en ese preciso instante porque, de hecho, también sentía curiosidad. No porque me interesara la piel de aquella chica, sino porque quería saber el límite de la simpleza de Diego. Dejé que continuara: «De hecho, más que tatuajes parecen dibujos animados. Los lleva en las falanges primeras, las cuatro; quiero decir que son cuatro porque en el pulgar no tiene. Y son dibujos, como si dijéramos, infantiles, como si estuvieran pintados por un niño, con colores que parecen los de los rotuladores Carioca, ¿sabes a qué me refiero?» Sí, claro que lo sabía, los jodidos rotuladores Carioca. «Y nada, que tiene cerezas de dos en dos, pegadas, y unas estrellas, y un corazón, pero sin el nombre de nadie, solo el corazón, rojo como las cerezas, y una luna y un sol, de color amarillo, amarillo chillón».

Pasó desde el sollozo a la excitación en un instante, una especie de euforia tan infantil como la de los niños cuando pintan con los Carioca. Era como si en lugar de hacerse perdonar hubiera optado por compartir conmigo la emoción del descubrimiento. Como si yo fuera su madre y me arrastrara hacia la tienda donde había visto un tren eléctrico que no podía quitarse de la cabeza. Como si yo le tuviera que comprar el tren, bueno, por así decirlo, la fijación hacia la chica de la estación. Como si la tuviéramos que compartir.

Al cabo de unos días, cuando el recuerdo de Diego ya se estaba desvaneciendo, cuando aún no entendía cómo había podido estar tanto tiempo con él, sin intuir qué monstruo se ocultaba bajo la apariencia anodina de aquel traumatólogo, fui a la estación.

La vi, tras el cristal. Era rubia, iba muy pintada. Tenía los ojos azules. Concentré la mirada en sus dedos y comprobé que Diego tenía razón: aquellas cerezas solo las había podido pintar un niño con una caja de Cariocas. Pedí un billete a Sitges y simulé que no encontraba la tarjeta para poder pagarlo, mientras no dejaba de observar corazones y lunas y estrellas y soles. Y las naranjas. Estuve a punto de pedirle que me dejara tomarle una foto de los dedos. Pero desistí. Pensé que se lo tomaría mal.

Mañana, cuarto capítulo: El del fin de semana.