Hay gente que está preparada para esto y hay gente que no lo está tanto. Son cosas que pasan.

Quiero decir que cuando conocí a Raúl ya había tenido trato con gente como él, y con ello no me refiero a su manera de hacer o a su delicadeza extrema o al deseo de complacerme a todas horas, que eso sí lo tenía Raúl, sino más bien a su problema con las uñas.

No fue hasta el final de nuestra relación -de hecho, a última hora, cuando ya lo dábamos todo por finiquitado y ya no había vuelta atrás para casi nada- que supe de una vez por qué tenía las uñas de los dedos meñiques de la mano notablemente más largas que las de todos los demás dedos.

En el colegio de monjas, tenía un profesor de francés que llevaba largas todas las uñas de la mano derecha, excepto la del pulgar. Supimos la causa más tarde, un día que nos cantó una canción acompañándose con la guitarra. Entonces descubrimos que aquella longitud excesiva estaba calculada para poder tocar la guitarra sin utilizar púa. El asco que nos proporcionaba aquel profesor, que se hacía llamar monsieur Perès, pero que se llamaba Pérez Poal, sin más, era inenarrable. Quieras o no, aunque te esfuerces, unas uñas largas almacenan una cantidad de mierda superior a la de las uñas cortadas como Dios manda.

Aquel polvillo negruzco de las uñas de monsieur Perès creó en todas las niñas del colegio una gran cantidad de pesadillas, todas relacionadas con la suciedad, pero también con películas de terror en las que veíamos cómo Pérez Poal se levantaba de la tumba y venía hacia nosotras con las uñas más enormes y demoniacas que nunca.

Echar en falta a un ex

Por eso me sorprendí a mí misma cuando empecé a salir con Raúl. También hay que decir que fue una relación esporádica y que no puede afirmarse que significara para nada algo importante en mi vida, y todas esas cosas que se dicen para demostrar el amor hacia un ex, porque al final, si acabas hablando de ellos, resulta que a todos los echas en falta.

Raúl, ya lo he dicho, era cariñoso y afable, no tenía nunca un no y era en extremo delicado y exquisito. No como monsieur Perès, que no solo no tenía bastante con las uñas, sino que, además, se introducía la mano por dentro del pantalón, en plena clase, y después se acercaba los dedos a la nariz y olía con cierta fruición todo lo que antes había tocado. Un desastre colosal, no como Raúl.

Pero Raúl tenía lo de las uñas de los dedos meñiques. El derecho y el izquierdo. La verdad es que no me atreví a preguntarle nunca el porqué. Hasta el último día. En reuniones con amigos míos, incluso era algo exótico, una manía curiosa. Nadie osaba interferir en esa decisión tan personal y todo quedaba como una excentricidad. Un día, una amiga del colegio me dijo que no entendía, tras el trauma con el profesor de francés, cómo podía tener el coraje de estar con un personaje como Raúl. Le tuve que decir que no era como monsieur Perès, y que no producía ese asco pavoroso, que Raúl era un santo, santificado también por la limpieza. «Si vieras cómo tiene las del pie», le dije. «No se puede ser más exquisito».

El día que rompimos, sin embargo, di un paso adelante. Le dije que no tenía ningún motivo de queja (excepto, por supuesto, que había dejado de interesarme de la manera que han de interesarte estas cosas), pero que aún no entendía cómo había podido estar tanto tiempo con una persona con unas uñas como aquellas. No era tanto tiempo, de acuerdo, pero cuando llega el final siempre parece que todo se ha hecho muy largo.

Fábrica de santos

Raúl confesó. Trabajaba en una fábrica de santos, Devoción católica. No de santos como él, sino de santos de los que hay en las iglesias, que, por lo visto, todavía se fabrican. Me explicó todo el proceso de producción (los moldes, los engarces, la pasta de yeso) y me dijo que él se encargaba de los acabados, «porque todos los santos son prácticamente iguales, excepto en los ornamentos del final, que luego se personalizan, cada uno con su propia santidad».

Raúl se encargaba de los pliegues de las túnicas, revestidas de pan de oro, y utilizaba las uñas de los meñiques como si fueran espátulas, para conseguir la máxima veracidad. Un trabajo de artesanía manual, como una miniatura. «Todo se esconde en los detalles», me dijo. Me enterneció e incluso estuve a punto de recuperar una relación que ya no tenía futuro.

Entonces pensé en monsieur Perès, en Pérez Poal, y salí corriendo del bar. Hay cosas que no entiendes y cosas que son intolerables. Y, a veces, resulta que coinciden.

Mañana, tercer capítulo: El de los tatuajes.