El viento ardiente del desierto se mostró generoso, dándonos una tregua para afrontar el día fuerte, sin duda, de este Festival de la Guitarra. ¿Hubiese importado una temperatura asfixiante cuando toca bailar el rock de una noche de verano? No, siempre que se trate de enfrentarnos a un experto en hacer estallar los termómetros. A un líder que une, que no divide y separa, como hace gran parte de la clase política que este gran país sufre de manera inmisericorde. A un héroe, por honesta trayectoria, perseverancia y convicción. A nuestro mejor cantante: Miguel Ríos. El Jefe.

De entrada, el imponente escenario de la Axerquía, con una simbiosis casi perfecta entre banda cuarteto de rock y orquesta de cincuenta y seis músicos. Sobreviene el recuerdo, lejano en el tiempo, de aquel Concierto para grupo y orquesta (1969) de Deep Purple, con una diferencia sustancial: no hay antagonismos. Una banda potente y efectiva, bien arropada por una orquesta clásica cumpliendo magníficamente su cometido. Todo ello al servicio de una voz tan curtida y bien templada como la madera de la sección de cuerda de la propia orquesta, con esos violines reverenciando al Río Grande, próximo al recinto. ¿Se inspiró Miguel Ríos en un paseo por el Guadalquivir cuando escribió El río? Muchos años después de aquello, otro jefazo, Bruce, The Boss, compondría una maravillosa elegía de idéntico título (The river). Bendita coincidencia.

Miguel estuvo en la línea habitual de su mejor época, cantando como nunca con esa majestuosa voz que parece no cumplir años y desgranando una a una sus Memorias de la carretera, tema con el que abrió un magnífico show de rock -con orquesta, no al contrario- , volviendo a confirmarse como el mejor escritor e intérprete español de lo que en America se denomina como road songs.

No se apartó de su guion habitual, lo cual se agradece. La orquesta funcionó como complemento idóneo, en ocasiones como muro sonoro a lo Phil Spector, dándose un equilibrio notable en todo el conjunto escénico para con las canciones escogidas. Y es que un cantante de su talla y experiencia, con su fuerte y envolvente voz, plena de armónicos y matices, se mueve como pez en el agua en el centro de ese entramado.

Una noche memorable. Tantas ya en su carrera, que me gustaría terminar agradeciendo a Miguel, en nombre de tantos cantantes y músicos españoles, su impagable legado. Él ha dignificado la profesión hasta donde no parecía posible. Nos enseñó que podíamos cantar rock en español sin complejos. Y lo más importante: que en la música, como en la vida, el camino recto y el trabajo son un valor seguro, más allá de falsos atajos y éxitos de ocasión. Rockero cósmico, rockero eterno: gracias.