Premio Príncipe de Asturias y miembro de la Academia Francesa, el autor de León el Africano y La roca de Tanios (Goncourt 1993), publica su novela más personal, Los desorientados (Alianza), el regreso literario a su juventud y a su país, Líbano, por cuya guerra emigró a Francia hace 37 años. Amin Maalouf (Beirut, 1949) escribe sobre amistad, amor, memoria y exilio a través de su protagonista, Adam, también exiliado y que lleva en el nombre "la humanidad naciente", pero pertenece "a una humanidad que se extingue".

--¿Qué le decidió a dejar Líbano?

--Yo no quería exiliarme. El primer incidente grave de la guerra pasó bajo mi ventana (casi 20 muertos). Ahí empezó la guerra, el 13 de abril de 1975. Esa noche tuve que dejar mi piso. Aunque sentí la guerra inmediatamente no pensaba en irme, incluso tenía ilusión de reunir a gente de todas las comunidades para impedirla, algo muy ingenuo. Trabajaba en un diario pero tuve que dejar de ir porque era demasiado peligroso. En los últimos meses fui a la montaña y allí observaba todo lo que pasaba, oía la radio, los bombardeos... y un día pensé "se acabó, no puedo seguir así". Fue el 14 de junio de 1976, tras 15 meses de guerra. Tomé la decisión y en 48 horas embarqué rumbo a Chipre y de allí llegué a París.

--¿Se sintió culpable por exiliarse?

--Muchos se sienten culpables, yo no. No quería participar en esa guerra, ni que mis hijos crecieran en un país en guerra, ni que con 15 años tuvieran que coger un arma y matar o que los mataran. La mayoría de los que se quedaron no se ensuciaron las manos, son gente que sufrió, que perdió seres queridos. Yo nunca he pensado que debía quedarme y sufrir como ellos, no soy masoquista. Tenemos el deber de vivir, en paz, en libertad y seguridad.

--¿Avisa en la novela de que la muerte acecha en cualquier esquina y que hay que aprovechar la vida?

--Explico mi filosofía de vida. Que debemos preocuparnos de la evolución del mundo, defenderlo e intentar cambiarlo, pero sin dejar de vivir cada instante, los momentos de amistad, amor, placer, diversión y felicidad. Vivimos una época de dudas y turbulencias, seguramente de decadencia, pero es también un periodo fascinante, con medios y una calidad de vida que generaciones anteriores ni soñaron. Pero no sabemos qué hacer con esos medios, nos faltan las instrucciones morales.

--¿Y ahí puede ayudar el compromiso de los intelectuales?

--El papel del escritor es pensar el mundo y el de la cultura y la literatura es esencial. Nos permiten imaginar un mundo diferente y eso hoy, en época de crisis, es más necesario que nunca, porque nos falta una orientación, necesitamos saber hacia dónde va nuestra sociedad, con qué bases la construimos, y la cultura nos puede enseñar el camino. Es el sentido del título: estamos totalmente desorientados.

--¿Es pesimista?

--Vas a votar pero el voto no cambia nada porque la orientación de la sociedad ya está decidida, pero votas igualmente sin saber por qué. Necesitamos reinventar la democracia. No soy pesimista, soy un optimista preocupado. Pero siento impotencia porque el mundo no va en la dirección que me gustaría y no puedo hacer nada excepto decir lo que pienso.

--Usted siempre ha tendido puentes entre culturas, Oriente y Occidente.

--Diversidad implica tensiones y a la vez es una fuente de riqueza. Para construir la convivencia es esencial conocer al otro, su cultura, su literatura, cómo vive y piensa, pero evitando los prejuicios.

--¿Cómo ve la situación en Líbano?

--Muy preocupante. Ante la guerra civil en Siria la población libanesa se divide a favor de los rebeldes o a favor del poder. Hay que impedir que esa división degenere en un conflicto militar que es lo que quiere el poder sirio. Los partidos intentan evitarlo pero si la crisis siria sigue envenenándose el riesgo será mayor.

--¿Y la primavera árabe?

--No todo es primavera. Hay cosas positivas como las elecciones y el final de la dictadura pero no hay demasiada modernización, hay muchos interrogantes sobre la situación de las mujeres y la de las minorías. Hay esperanza y preocupación. Es un periodo de transición que puede durar 10, 15 o 20 años y Occidente debe ser paciente.