Si esta edición del Festival de Cannes terminara hoy mismo, el premio a la mejor interpretación masculina recaería en Javier Bardem. Lo que el actor hace en Biutiful , la película que el mexicano Alejandro González Iñárritu presentó ayer a competición en el certamen, despeja toda duda sobre su genio. Se mete en la piel de un pobre que se gana la vida y a la vez la pierde explotando a otros hombres, pero que trata de convencerse de que en realidad los está ayudando, y probablemente esté en lo cierto. Como contó ayer el propio Bardem a la prensa, su personaje "se resiste a perder su último signo de salud, que es la compasión". Su interpretación es un volcán siempre a punto de entrar en erupción, lo más cerca de la perfección que llega a estar una película, en el fondo, tremendamente imperfecta.

Para los cineastas como Iñárritu, el apellido es mucho más que una denominación. Es un adjetivo, el sinónimo de una forma de hacer películas que trasciende a sus creadores. Están, por ejemplo, el cine hitchcokiano, el lynchiano, y también el iñarrituano. Gente atormentada, dañada, hecha polvo. Familias rotas y, en general, una atmósfera de atosigante miseria.