Cuando un poemario empieza con recuerdos de la infancia y termina con atisbos de la vejez, podemos darnos por avisados: el trayecto entre ambos extremos será intenso. Pese a ser más conocida por su labor como novelista, Margaret Atwood (Ottawa, Canadá, 1939) ha publicado ya más de 20 colecciones de poesía, la mayor parte inéditas aún en España. Más allá de las adaptaciones formales que cada género requiera, traslada a ambos las reconocidas marcas de su escritura: una visión humanística teñida por igual de dureza e ironía, un paisaje literario claramente norteño, frío, y una visión ideológica crítica y analítica. Los poemas de La puerta son casi espeleológicos, como si cuanto contienen hubiera llegado aquí deslizándose hacia lo profundo desde una grieta de la superficie. Desde el magnífico La resurrección de la casa de muñecas hasta el último, el que da título al volumen, todo son vislumbres: del recuerdo de algo que estuvo vivo, de la amenaza de lo que ya no va a estarlo. Gracias a la ironía, Atwood juega con los clásicos. Arranca Es otoño , poema casi botánico, pero se apresura a colar, entre el resonar de los frutos que caen de los árboles, la figura entrevista de unos viejos irascibles, escondidos tras los troncos. "No tienen la paciencia de los cazadores,/ ni su remordimiento./ Están seguros de que todo les pertenece". La parte central del libro reúne los poemas políticos, aunque el adjetivo les viene corto. Son vislumbres de la guerra, del desastre ecológico: "¿Provocamos este desastre al respirar / Sólo queríamos una vida feliz/ y que las cosas siguieran como antes". Como no podía ser de otro modo, la propia poesía es el tema de algunos de estos versos, ya sea para indagar en su naturaleza ("el dios de los poetas tiene dos manos:/ la una es diestra y, la otra, siniestra"), en las obligaciones del poeta ("¿qué es lo que alegan saber / Escupidlo, les silbamos..."