Cuentos
La vulnerabilidad de la extrañeza

‘El buen mal’ / Córdoba
Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978), que debutó en 2002 con ‘El núcleo del disturbio’ y que 20 años después ganó el National Book Award para una obra traducida en Estados Unidos con su deslumbrante Siete casas vacías, transita por un imaginario donde lo siniestro viene amparado necesariamente por lo familiar y donde la extrañeza es inquietantemente cercana y asola desde cualquier intimidad. La familiaridad con la que hace encajar sus historias tiene, no obstante, el velo roto de la vulnerabilidad de unos personajes que se comportan a menudo como seres que viven y conviven con la extrañeza de la clandestinidad y que se erigen en figuras profundamente desorientadas de sí al mismo tiempo que hablan desde escenarios sostenidos por una ‘hybris’ innegociable, es decir, por una transgresión obligada de lo real que siempre puede ser lo otro. Así, en los seis cuentos de ‘El buen mal’ siempre hay algo que transgrede, algo que puede irrumpir el curso normal de lo que se cuenta para dejar a las claras que hay otra realidad soterrada, a menudo inestable y fugitiva, y que es capaz de decir al lector: «Tú, que me estás leyendo, también eres otro».
Schweblin vuelve a mostrar aquí una capacidad más que notable para mostrar la herida del miedo que asola a unos personajes que no acaban de comprender el terror que les rodea. Y que, aunque no lo saben, buscan cómo nombrarlo: para eso sirve el miedo en este libro, para dejar que suceda, para ensayar la vida a su alrededor y para saber cómo es. Incluso es posible que en este mapa del miedo interior quiera Schweblin reconocer un bien, una «locura [que] asusta, [que] distrae, pero hay que mirarla con atención». Eso es lo que hace Schweblin: mirar con atención el centro neurálgico del miedo. Y es un miedo orgánico y tonal cartografiando el extrañamiento que acecha desde la infancia hasta la vejez y siempre desde lugares cerrados incluso, como en el primer cuento -«Bienvenida a la comunidad»-, donde el mar opera como el espacio mortuorio de una mujer, o como en la casa de la poeta en el último -«El Superior hace una visita»- como lugar en el que una anciana se quiebra porque tiene miedo de «no ser suficientemente flexible». O como en el extraordinario «El ojo en la garganta», en el que un padre y una madre tratan de comprender el terror futuro que no les abandona nunca velando a su hijo en casa para que no se trague cualquier objeto y cuando sucede, cuando el niño se traga el objeto, lo que aparece es «una circunferencia blanca y perfecta, tan llena de luz que las lámparas de la caja palpitan a través de ella». Y es a partir de «la perforación traqueoesofágica» que aparece el agujero desde el cual sentir el mundo del otro: «Entonces, si meto un dedo en ese agujero que es mío pero duele en el cuerpo del otro, y hurgo, y empujo, lo que estoy tocando por dentro ¿es a mi padre?».
Se repite en todos estos cuentos algo que no deja de ser significativo: la distancia que media entre unos personajes y otros, entre el miedo conocido y el miedo por conocer, entre la infancia y la edad adulta, entre hombres y animales. A todos les asola el mismo miedo: vivir. Pero solo viviendo saben que ese magnetismo, la vulnerabilidad de la propia extrañeza, es lo que les mantiene vivos. Eso y ver la oscuridad hueca desde dentro.
‘El buen mal’.
Autora: Samanta Schweblin.
Editorial: Seix Barral. Barcelona, 2025.
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