ENSAYO

La lingüística en tiempo de los árabes

Francisco Marcos Marín analiza las lenguas que precedieron al español en la Península Ibérica

Una pintura de Dionisio Baixeras Verdaguer que recrea la época de Abderramán III en Córdoba.

Una pintura de Dionisio Baixeras Verdaguer que recrea la época de Abderramán III en Córdoba. / Córdoba

Córdoba

Ramón Menéndez Pidal, en una nota a pie de página de sus Orígenes del español, se refiere a una reunión distendida en la corte de Abderrahman III, siglo X, en la que entre dos de sus ministros, probablemente en práctica tradicional, se dedicaban mutuamente poemas humorísticos o cantares, sin duda moaxajas que cerraban con dos o tres versos en lengua romance, la jarcha. Uno de ellos, llamado Abulcásim Lope (obsérvese el nombre), juega con el vocablo qûl, del verbo decir y, al llegar al fin del poema, decide utilizar para rimar la expresión šû qû (su culo). «No llegó a pronunciar la voz malsonante —dice Menéndez Pidal—, y dijo sólo su…, dejando la rima en suspenso, pero el sultán lo entendió y pronunció la palabra culo, entre las risas de todos». La anécdota no tiene desperdicio porque demuestra cómo en la corte cordobesa se manejaban, tanto el árabe, como una lengua románica, más popular. Pero es que la lengua materna de Abderrahman III no fue sin duda el árabe, sino el romance, porque era hijo de una navarra. El califa era mestizo, de raza y de lengua. No se trataba de una situación inhabitual, pues ya la viuda del rey Don Rodrigo se había casado con el hijo de un general árabe.

La anécdota podría resumir el sentido mollar del importante libro de Francisco A. Marcos Marín Dominio y Lenguas en el Mediterráneo Occidental hasta los inicios del español, que se preocupa por «cómo era la situación lingüística de la Península Ibérica tras la llegada de los sarracenos, en qué ambientes se iniciaron las lenguas romances iberorrománicas y con qué contactos». El libro, metodológicamente, no sólo maneja argumentos lingüísticos, filológicos e historiográficos, sino que acude con frecuencia a argumentos proporcionados por la arqueología, la sociología histórica, la antropología o la etnografía, la numismática y la biología, con el convencimiento de que las ciencias pueden y deben apoyarse entre sí. El autor sabe que la cultura española es incomprensible si se considera únicamente desde el prisma nacionalista, no sólo por escapar de los convencimientos de campanario, sino porque el país y sus expresiones se integran en un contexto más amplio, del que no son ajenos ni la geopolítica ni los movimientos de población.

Bloque geográfico

Nuestra historiografía tradicional se ha nutrido ideológicamente de un nacionalismo cristiano inventado, puesto que España como tal no existía y pueden encontrarse, ya en el siglo VIII, enterramientos de iberorromanos islamizados y, desde luego, judaizantes. El libro aporta un cambio de eje radical en la consideración de la historia de la Península Ibérica en la edad Media, que no hay que analizar tanto en la dirección norte/sur, como en la contraria. Ya Lévi-Provençal se refirió al bloque geográfico formado por el África del norte y la Península Ibérica como «Occidente musulmán», y recalcaba las profundas semejanzas entre el territorio meridional de la Península y el norte de lo que hoy es Marruecos, creándose un Estado que sostendría su capital en Córdoba o en Marrakech. Al cabo de tantos siglos de convivencia y enfrentamiento, por encima de las narraciones pretendidamente identitarias de la tradición, Isabel la Católica no era ni más ni menos española que Boabdil el Chico. Pese a ser la historiografía una ciencia del pasado, al referirse a la Iberia medieval, la nuestra se ha preocupado más del futuro y, por ello, ha construido una nacionalidad mítica y, por ello, muy dudosa.

Alandalús no se formó de la noche a la mañana: se constituyó poco a poco como un territorio mestizo orientalizado hasta, al menos, el siglo X. El árabe llegó, incluso, a ser lengua litúrgica de los cristianos.

Estrecho de Gibraltar

¿Pero qué hablaban aquellos grupos armados que empezaron a ocupar el territorio ibérico desde el año 711? Es ésta una pregunta que no suele hacerse y cuya respuesta probablemente explica la rapidez de la conquista. Durante el imperio romano, el Estrecho de Gibraltar no sirvió de frontera y, dada la estrechez del mismo, no pudieron ser raros los trasiegos entre una y otra. Es cierto que los máximos responsables de los grupos armados de la invasión eran hablantes de árabe, pero la tropa y sus acompañantes eran bereberes provenientes del norte de África donde la romanización había avanzado, por lo que su habla afrorrománica era en gran parte coincidente con la iberorrománica de la Península. La comunicación entre invasores e invadidos fue, por ello, sin duda fácil.

A mediados del siglo noveno, Hispania y el norte de África aún mantenían una cultura basada en la lengua latina en régimen de bilingüismo, dominaba un pidgin de base románica en la vida cotidiana. Esto aporta para el futuro Renacimiento español un hábito trascendente pues, si el país fue ampliamente mestizo en la Edad Media, desde el punto de vista étnico y cultural, puede estimarse que ello facilitará en el siglo XVI la mezcla racial. La expansión por América fundará una genética lingüística tendente a la neutralización y explica mejor la lengua que embarca en Sevilla, eliminadas las diferencias regionales, y porosa a la terminología americana precolombina cuando resulte necesario.

Si la lengua del poder fue el árabe y la población tuvo que arabizarse con el tiempo, todavía en 1559 una Gramática de la lengua vulgar de España publicada en Lovaina, afirmaba que el árabe era una de las cuatro lenguas del país, siendo las otras el vascuence, el catalán y el castellano. De hecho, fue así hasta la expulsión de los moriscos a principios del siglo XVII, cuando constituían solo el 4% de la población, aunque porcentaje elevado hasta el 30% en la orilla mediterránea. Naturalmente, como la Hispania romana conoció en distintas zonas del territorio varias lenguas, muchas veces en situación de plurilingüismo: el ibérico, el celta, el celtíbero, el tartésico, el hebreo, incluso el cartaginés y, desde luego el latín, no siempre totalmente implantado, la irrupción del árabe y del bereber no resultó muy problemática. Como no lo fue después la irrupción del vascuence al sur de los Pirineos proveniente de Aquitania.

La riqueza de este libro hace difícil incluso resumir su contenido en una reseña. Marcos Marín nos obliga a mirar de forma distinta los estudios culturales de la Edad Media. Y, por aquello de que no se legisla sobre lo que no existe, el país étnica y lingüísticamente mestizo que dibuja nos recuerda la afirmación de Américo Castro, de que aún en 1500 era patente cómo los nobles más acendrados no ofrecían garantía de pureza de sangre.

En resumen: los moros hablaban casi lo mismo que el rey don Rodrigo y fuimos mestizos muy temprano. Está bien romper científicamente los tópicos escolares.

‘Dominio y lenguas en el Mediterráneo occidental hasta los inicios del español’.

Autor: Francisco Marcos Marín.

Editorial: Ultreia Editorial, Universidad Católica de Valencia. Valencia, 2023

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