ENSAYO

Schopenhauer, un filósofo a contracorriente

Moreno Claros publica la biografía del autor de ‘El mundo como voluntad y representación’

Schopenhauer, en una ilustración.

Schopenhauer, en una ilustración. / Pablo García

Estamos en buenas manos en el momento de iniciar la lectura de esta biografía de Arthur Schopenhauer (1788-1860) y lo confirmamos al culminar la última página. Luis Fernando Moreno Claros es uno de los más destacados especialistas españoles en la obra del filósofo alemán, por su tesis doctoral y por un trabajo ininterrumpido de ediciones y traducciones, estudios introductorios y trabajos sistemáticos..., que da lugar a ese conocimiento en profundidad que demuestra de su pensamiento, pero también de los detalles más sorpresivos en las sinuosidades de su biografía y de sus ideas. Pocos filósofos han fundido tan estrechamente su vida y su obra como Schopenhauer y, en ese sentido, es obligado concederle esa coherencia. ¿Pero se trata de una coherencia siempre consistente? Esas actitudes rígidas tan suyas y ese temperamento dado a la terquedad, ¿no llegó por momentos a ser forzado o dislocado?

La biografía de Moreno Claros contiene una depurada recreación del difícil y controvertido carácter del filósofo, desde su infancia, juventud y madurez, llena de mil anécdotas, pero, además, en muchas páginas asistimos a una preciosa síntesis de las ideas esenciales que el reconocido pesimista defendió en sus libros. El pensador de Dánzig -hoy Gdansk, Polonia- facilitó mucho la tarea para ese retrato ajustado y lleno de matices, con innumerables textos tanto de la correspondencia y de manuscritos inéditos (ahora ya publicados) como de lo editado en vida y, singularmente, del extenso ‘curriculum vitae’, que no le sirvió para mucho, porque, como se sabe, apenas tuvo vida profesional, pues subsistió con las rentas que le dejó su padre, fallecido cuando el joven Arthur contaba 17 años. Heinrich Schopenhauer era un acaudalado comerciante en Hamburgo que se casó con quien sería una escritora que alcanzó renombre con sus novelas, Johanna Schopenhauer, quien vaticinaba, en discusión con su hijo, que nunca llegaría a vender un libro.

Una época convulsa

La época que le tocó vivir fue políticamente convulsa y culturalmente transformadora. La revolución industrial aceleraba el cambio de las costumbres y las ideas; Napoleón, en el proyecto imperial europeo que orquestaba, invadía Prusia y el resto de ducados y pequeñas repúblicas... de aquella Alemania que aún carecía de un Estado unitario; los sentimientos nacionalistas brotaban ardientemente por doquier; el romanticismo rompía con inercias clasicistas seculares; Goethe dirigía la nueva Atenas desde Weimar; la filosofía alemana (heredera de Kant) explosionaba al ritmo de una cadena de genios, entre los que destacan Fichte, Schelling y Hegel... Y, justamente en este contexto, Schopenhauer sentía y pensaba a contracorriente de su época. Como quiera que era gran admirador de Kant («El divino Platón y el asombroso Kant», escribirá), pensaba, al iniciarse como estudiante de filosofía en Berlín, que Fichte y Hegel iban a ofrecerle pensamientos profundos y fecundos, pero en cuanto pudo conocerlos de cerca, su diagnóstico no pudo ser más demoledor: tras lo ilegible e ininteligible de sus filosofías se escondía un galimatías conceptual e hilarantes trabalenguas, propio de charlatanes o de bufones maestros del absurdo; en suma, un pensamiento oscuro y huero. Y como Schopenhauer estaba plenamente convencido de que quien piensa bien escribe y habla bien, en lo sucesivo su denuncia de esa filosofía corrupta no se detendrá ya nunca. Este posicionamiento contrario a la filosofía que triunfaba en su tiempo corría al compás del resto de sus ideas: no era ideológicamente nacionalista, ni siquiera se sentía muy alemán. Y frente al espíritu de progreso optimista que todo lo invadía, su sistema filosófico se hundía en un pesimismo metafísico sin remedio, pues tras el escaso sentido -principalmente del arte y muy especialmente de la música, la de Rossini, Beethoven y Mozart- que era posible extraerle a la vida, en el trasfondo de todo lo existente latía un impulso ciego.

Su obra magna, ‘El mundo como voluntad y representación’, la edita a los treinta años, pero cuando se conoce con algún detalle su biografía se tiene la impresión de que las líneas maestras ya estaban trazadas desde su adolescencia e incluso desde su infancia. Él mismo cuenta que siendo niño tuvo una experiencia similar a la del joven príncipe Siddharta Gautama, quien comenzaría a llevar una vida santa al constatar que fuera de palacio todo era sufrimiento. ¿En qué podía consistir esa santidad? Para Buda consistió en dedicar la vida a mostrar, con el ejemplo, el camino que lleva a la liberación del sufrimiento. Para Schopenhauer, que sabía que esa santidad no se conjugaba bien con su persona, consistió en dedicar su filosofía a aclarar que la felicidad no es posible. Al contrario: «Alles Leben ist Leiden» («toda vida es sufrimiento»). Los pequeños hilos de felicidad son siempre fugaces, insuficientes y huidizos.

La búsqueda de la felicidad, repetimos, es una vía de engaño, un objetivo que solo se sostiene en las apariencias. Es verdad que mediante la razón -alimentada por las representaciones que llegamos a hacernos del mundo- tenemos algún imperio sobre nuestra propia vida, pero la gran verdad que pretende revelarnos Schopenhauer es que quien realmente manda no es la razón (la representación), sino lo que él llama la voluntad, que la hallamos en el ser humano pero que es la expresión de la misma voluntad que vemos en los animales (que se devoran unos a otros), en las plantas (ocupadas en expandirse cuanto pueden) y en el mundo mineral capaz de mover tempestades, terremotos y catástrofes sin límite. Se trata de una voluntad metafísica: del númeno o realidad en sí imperecedera, de donde, como manifestación suya, surge todo lo demás, la materia y los cuerpos y sus fenómenos con sus leyes, todo supeditado a ella, una voluntad inmanente que no actúa nunca hacia objetivo alguno sino como puro impulso de ser y de seguir siendo sin límite. No se trata, por supuesto, de ningún dios, sino de una fuerza primordial pura, porque, si algo así existiera como un dios, sería sin duda un demonio, a la vista de los efectos en el mundo.

La compasión con los demás

Si el sufrimiento está asegurado, sólo cabe reducirlo, y por ello el único mandato ético para Schopenhauer ha de ser «tener compasión por todos los seres vivos» y, en consecuencia, procurar no incrementar mediante nuestros errores el sufrimiento. Hay una apuesta mayor, que es llevar una vida santa, a la manera de Buda, adormeciendo el deseo hasta eliminarlo, pero recordemos, la esencia humana es el egoísmo.

Schopenhauer cree estar dando la solución que la humanidad siempre ha buscado, por eso, quien siempre se consideró a sí mismo un genio se extrañaba al comprobar que su mensaje no se extendiera como la pólvora, y hubo de guardarse su afán de fama y esperar hasta aquella avanzada edad que distaba siete años de su muerte. Una cierta clase culta en Alemania empezó a comprar sus libros, ya no solo su traducción al alemán de nuestro Gracián. Durante décadas sus obras sólo habían llegado a poquísimas manos. Pero lo que principalmente el público buscaba leer no era tanto su sesuda metafísica cuanto aquellas aplicaciones derivadas -las que desarrolla en ‘Parerga y paralipómena’ (los fragmentos y misceláneas escritos para ejemplificar sus tesis ontológicas)-, que con el tiempo sus editores publicaron como ‘El arte de ser feliz’, ‘El arte de tratar con las mujeres’, ‘El arte de insultar’, etc.

Hoy comprobamos que se lee a Schopenhauer pero no a Schelling o Fichte (filósofos solo para filósofos) y preguntamos: ¿es por idénticas razones a las del siglo XIX?

‘Arthur Schopenhauer. Una biografía’.

Autor: Luis Fernando Moreno Claros.

Editorial: Acantilado. Barcelona, 2024.

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