POESÍA
Nieve que cae
‘Triste y bello’, un recuperado poemario de Chuya Nakahara
Si hay un poeta que la juventud japonesa venera, ese es, sin duda, Chūya Nakahara (Yamaguchi, Japón, 1907- Prefectura de Kanawa, Japón, 1937). Está presente hasta en series de anime y manga japoneses, pues su voz siempre es fresca, juvenil, diferente. Incomprendido en vida, solo llegó a editar una pequeña antología de sus poemas mientras vivió, ‘Yagi no uta’ (1934), pero su legado, como el de los grandes, era para las siguientes generaciones.
‘Triste y bello’, publicado por la editorial Satori en una bella edición de tapa dura, presenta una colección de poemas que responden a la elección de su traductora Sonia Arab Álvarez. La misma realiza un amplio prólogo sobre la vida y la obra de Chūya que resulta muy útil para acercarse a la figura del gran poeta nipón. Es además la elección de una estudiosa y una entusiasta de la obra del poeta y así lo dice ella misma al final del prólogo: «[...] gracias a Chūya por revolucionar mi vida y darme algo tan bello en lo que creer».
El libro abarca desde sus primeros escritos, ‘Canciones de la cabra’ (1934), hasta los últimos, ‘Manuscritos’ (1937). En realidad, Chūya había escrito sus primeros tankas (forma poética tradicional de versos 5-7-5-7-7) siendo muy joven, con tan solo siete años. Fue la muerte de su hermano pequeño, Arõ, lo que llevó al poeta a escribir, tarea que llenaría su vida de ahí en adelante. Buen estudiante en sus inicios, poco a poco fue dejando llevarse por la vida bohemia y desenfrenada, lo que supuso el alejamiento de su familia que siempre había anhelado para él una carrera de médico, emulando a su padre.
‘Triste y bello’ posee el encanto y la frescura de la juventud, de la poesía pura. No en vano el autor se consideraba, por encima de todo, poeta y carecía de habilidades prácticas para ganarse la vida. Sin la ayuda del dinero que le enviaba su familia dificilmente hubiera sobrevivido, tanta era su dedicación a lo único que sabía hacer que era la poesía. Suele comparársele con Arthur Rimbaud por su vida vivida con rapidez y pasión, pero hay en Chūya un elemento más humano, más comprensible. Chūya no necesita artificios ni tampoco los busca. En la contemplación del paisaje, siempre anclado a la tradición pero con una visión nueva, se encuentra lo mejor del poeta. Y así en su poema «Viento de principios de primavera» exclama: «Hoy de nuevo, todo el día, un viento dorado/Y, en sus ráfagas, campanas de plata; /hoy de nuevo, todo el día, un viento dorado».
La poesía de Chūya es de un lirismo sosegado, de una profundidad sencilla, de un apasionado y a la vez tranquilo corazón. Es un torrente de sensaciones, una fuente de conocimiento y de belleza. No es extraña la veneración de su traductora, ni tampoco el interés que suscita en las generaciones actuales, más individualistas, más perdidas y abrumadas por el mundo moderno, pues Chūya es capaz de conectar con esa naturaleza que siempre ha estado ahí, con la tradición que une generaciones, pero con una mirada nueva y prístina. Sus ojos puros de niño lo ven todo, su corazón es un crisol en el que se funde lo profundo y lo aparente y es capaz de transmitirlo con la sencillez de un gran maestro. La apariencia es bella en sí misma, no necesita adornos. Y en eso se resume la mirada de Chūya, como en su poema «Mar del Norte»: «Aquello que hay en el mar/ no son sirenas./Aquello que hay en el mar/ tan solo son olas».
La vida de Chūya es inentendible sin el dolor. Fue el dolor el motor de sus primeros poemas, se acercó a la poesía por él. Y ese dolor nunca le abandonaría. Su huida hacia la vida bohemia, la búsqueda de los placeres mundanos no es otra cosa que una forma de evitar el dolor y también de enfrentarlo. Vio cómo moría su primer hijo con tan solo dos años, en 1936. Fue en esa época cuando se manifestaron las visiones. Según refiere su traductora «decía ver una serpiente blanca en el tejado de la casa que, aseguraba, era la responsable de la muerte del niño». Chūya pasó un tiempo en un sanatorio mental y aunque pronto salió, nunca se recuperó del todo. Recibió el alta en febrero de 1937 y en octubre moriría de una meningitis tuberculosa. Sirvan sus versos como su mejor epitafio: «La nieve cayendo sobre mí/desciende como pétalos./Se oye el sonido de leña ardiendo/ cuando el cielo helado se oscurece».
‘Triste y bello’.
Autor: Chuya Nakahara.
Editorial: Satori. Gijón, 2024.
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