POESÍA

El sagrado temblor de la poesía

Araceli Fernández León gana el Premio José Zorrilla con ‘Cantar para nadie’

Araceli Fernández León. | CÓRDOBA

Araceli Fernández León. | CÓRDOBA

Alejandro López Andrada

Alejandro López Andrada

Rozar el nihilismo, el vértigo abrasivo de la nada ligada a la desposesión, podría ser el mensaje en esencia de este libro, ‘Cantar para nadie’, de Araceli Fernández León (Villanueva de Córdoba, 1972). Hacía mucho tiempo que no había leído nada igual, ni parecido, a este libro de poemas donde hierve la pócima mágica del tiempo que muy pocos poetas logran saborear. A contracorriente, escribiendo contra el tiempo y el fulgor de la nada, atando el horizonte de los evangelios y el sueño de los dioses que están lejos del hombre, Araceli ha conseguido confeccionar un poemario diferente, estremecedor, místico, esencial: «Nuestras cuencas son dos ojales sin flor en el traje de un muerto» (pág. 21). La muerte como recoveco de la vida, como esquina agridulce del tiempo indestructible y el eje sublime de una blanda eternidad sumergida en la luz de la infancia o la inocencia es quizá una de las claves misteriosas que uno halla cuando se adentra en este libro tan distinto y distante de los que se editan diariamente escritos en un lenguaje lánguido y ramplón, usado a diario en tertulias y en reuniones en las que la poesía nunca brillará, pues para que lo haga ha de existir un hechizo, un vértigo ocre de imaginación, que transforme la realidad chata y sombría en la que vivimos por otra más sublime que solo los grandes poetas suelen ver y, en consecuencia, expresar con nitidez: «Un buque lleno de libros es un buque lleno de fantasmas... Temo a los libros que hieren, porque esos son los mejores libros» (pág. 33).

‘Cantar para nadie’, ante todo, es un poemario que nos hiere las sienes arándonos el espíritu como una sólida reja de penumbra fundida con miedos, olvidos y obsesiones que hunde su punta de lanza en lo sagrado, en las viejas esquinas de la religión a través de estampas e imágenes de santos, de dioses y de vírgenes, de mártires lejanos que nos acompañaron en los días de la niñez: «Vimos a Dios.../ Creíamos en él, porque no necesitábamos la fe,/ ni guerreros, ni héroes a caballo» (pág. 19). Un tono sutil de épica doméstica envuelve algunos poemas de este libro cargado de amor, luz gris y desesperanza por haber perdido el temblor de la inocencia y buscar refugio en la mítica belleza de los dioses que huyeron y nunca volverán a fijar su raíz en nuestra imaginación. La fe en la inocencia que un día nos habitó para luego esfumarse inflama este poemario con ecos fugaces del gran César Vallejo. Aquí quema el discurso de la desposesión. Sin embargo, a la autora aún le queda en la chistera de su poética voz la magia onírica del universo inefable de los sueños en los que los vivos se mezclan con los muertos consiguiendo con ello un halo mítico y rulfiano que traspasa las reglas frías y pudorosas atadas al corsé de esa literatura que se adapta solo al mundo cotidiano, a los ángulos gélidos de una realidad prosaica.

La poesía de Araceli subvierte el plomizo equilibrio entre la llama de lo desconocido y lo estandarizado consiguiendo así altas cotas de lirismo, de hechizo poético: «Siempre quise una frente plana. Una frente de pájaro para sobrevolar la muerte» (pág. 45). Y unas páginas más adelante, en la 52, la autora nos habla del vuelo del poema, de sus alas de cera, seda o cuarzo lírico en los que se sube el alma del poeta para cruzar volando el horizonte y viajar de Roma a Hiroshima, y añade después que debe rezar para estrellarse: «¿A dónde van los poetas cuando vuelan?/ ¿Cuántos habrán sufrido el miedo de no morirse?» (pág. 52)

Sobrevolar la línea de la muerte, las brumas del tiempo, el mercurio de la nada que tiembla en los ojos insomnes y derruidos de aquella que busca el milagro de la vida entre los intersticios de lo que se fue y desapareció haciéndonos más frágiles. Para eso Araceli viene a decirnos en este libro, dentro del poema titulado «La gran escalada» (pág. 53), que para llegar a ser un buen poeta uno debe aprender a ir matándose a sí mismo para, de esa manera, poder seguir viviendo. Enorme acierto místico. En ese mensaje sombrío en apariencia, aunque lleno de amor y vitalidad, se mece sin prisa el misterio de este libro, muy bien construido, de libérrima estructura, donde todo, no obstante, acaba confluyendo dando forma y sentido a un feliz discurso lírico donde solamente, a veces, falla el ritmo, la música que ha de ceñirse a la poesía. Salvo ese defecto, ‘Cantar para nadie’ es un gran libro de versos que fluyen con naturalidad.

‘Cantar para nadie’.

Autora: Araceli Fernández León.

Editorial: Ediciones Hiperión. Madrid, 2024.

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