amaneceres
Alturas

Arbol de Navidad en una casa particular. / Unsplash
A estas alturas que nos lanzamos a ver quién consigue el árbol navideño más espigado y lucido del mundo, luchando por sobrepasar en unos centímetros al diseñado por el vecino no vaya a ser que, por la noche, con premeditación y alevosía, haya crecido el suyo hasta límites insospechados, pues bien, a estas alturas nos dedicamos a eso. Y yo aquí, desde mi confortable sofá, quizá por edad y melancolía, prefiero repasar en mi memoria las entrañables navidades de mi niñez, alrededor de una cálida chimenea, con un frío seco exterior más que justificado, y con la imagen «real» de los Magos de Oriente atravesando, de una manera atemporal, mi retina y esperando con infinita ansiedad y nerviosismo su inminente llegada. Y yo que me he negado a aplicar a mi vida aquello de «cualquier tiempo pasado fue mejor», sino que fue distinto, parece ser que, a estas alturas, voy a tener que replantearme ciertos principios que creía tener claros y prefiero añorar aquellas cálidas navidades, de otros tiempos, y pasar olímpicamente de esos que pelean por tener el árbol más extenso y resplandeciente del mundo.
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