ENTREVISTA | Isabel González Escritora

"Deberíamos partir de un gran optimismo humano para vivir, si no estamos apañados"

La escritora aragonesa ha publicado en 2022 su último libro de relatos ('Nos queda lo mejor'. Páginas de espuma) con una línea con la que busca trazar historias de optimismo

Isabel González.

Isabel González. / LUCÍA BAILÓN

isabel González es una escritora zaragozana que publicó en 2012 su primer libro, Casi tan salvaje’ (Páginas de Espuma), y en 2017 su novela Mil mamíferos ciegos. En 2013 exploró las vías de la escritura colectiva con La Aldea de F., obra fragmentaria a ocho manos, y en Pelos’(Páginas de Espuma, 2016). Su vocación experimental la llevó a escribir dos libros ilustrados: El caballo del malo (2015) y El mismo (2017). Incluida entre los autores del relato breve contemporáneo en Cuento español actual 1992-2012’, acaba de publicar Nos queda lo mejor (2022, Páginas de Espuma).

¿Qué le exige a usted el género cuento?

El cuento no me exige, me da. Como la tele a Homer Simpson (gran referente) cuando decía: «La televisión me lo da todo y no me pide nada». Pues yo lo mismo con el cuento. Porque el cuento tiene todo lo que amo. Vibración, fogonazos, silencios, explosiones verbales, contención, razón y lírica, precisión y evocación, la más meticulosa descripción de una pelusa y la tragedia latente. Cuando leo y cuando escribo necesito sentir que el relato está vivo. Julio (Cortázar, no Simpson) decía que en un relato tiene que haber la permanente sensación de que algo va a pasar. ¿Y no es esto la vida? La posibilidad constante de que algo ocurra. Ese ‘algo’ indefinible es en realidad lo que nos mantiene atentos, esperanzados, alerta, con los ojos brillantes. Si ese ‘algo’ desaparece de la escritura y de la existencia démonos por muertos. No quiero una escritura ni una lectura ‘deliciosas’.

¿Se atreve usted con todo para escribir un buen cuento?

No. Hay gente viva a la que temo hacer daño.

Su escritura es calificada de visceral y su capacidad literaria que desarrolla sus visiones, ¿está de acuerdo con ambas matizaciones?

Según en qué libro. Cada libro está escrito en un momento vital distinto y procuro que escribir se parezca lo menos posible a trabajar, porque trabajar crea rutinas y protocolos y dinero, claro, si no de qué. Mientras que escribir... Bueno, volvamos al asunto. Lo que suele pasar cuando me pongo a escribir es que el delirio del lenguaje me atrapa y me conduce a lo oscuro. A esos lugares donde la palabra pierde significado y se vuelve aullido, gemido, rumor, crujido. A dar vueltas en torno a ese lago fangoso. Esta vez, sin embargo, en ‘Nos queda lo mejor’, he hecho un esfuerzo por no llegar hasta ese lago. Por ser más comprensible porque también estaba un poco harta de que no se me entendiera o de expresarme solo en un tono. Hay libros tristes, alegres, dulces, de intriga, de terror, de amor. Y yo quería que este libro fuera humano. Es decir, que conciliara ese montón de emociones que nos perturban ante cualquier hecho.

¿Debemos partir de un gran optimismo humano para leer ‘Nos queda lo mejor’?

Deberíamos partir de un gran optimismo humano para vivir. Si no estamos apañados. Y quizá es más bien al contrario. Creo que es leyendo donde debemos rasgarnos las vestiduras, lanzar la vajilla contra la pared, cruzar la estepa rusa a lomos de un corcel andalusí, liarnos con el fontanero, asesinar al guacamayo de la vecina y, después, ponernos la sonrisa tonta y salir a la calle. Hay más gente que nosotros.

El lector percibe en estos cuentos numerosos contrastes, ¿cómo debería interpretarlos?

La contradicción es un estado natural. O quizá es así como me consuelo y, en realidad, la contradicción es mi estado sin más. Yo crecí en una gasolinera, en la frontera entre el mundo civilizado y el mundo sin civilizar, entre el orden y las fuerzas indomables de la naturaleza, entre lo humano y lo animal, entre lo humano y lo vegetal, entre el señor que se santiguaba y el mismo señor que babeaba con Raffaella Carrà en la tele. No era un mal hombre. Aprendí pronto esta conjugación que a veces me generaba rechazo y a veces aceptación. El mundo está compuesto por claros y oscuros. Heroísmos y caídas. Exaltación y rutina. Hay una tensión constante.

¿Su colección de cuentos recoge historias de esa clase media que ve cómo su mundo se derrumba a su alrededor?

Yo creo en la clase media. Una clase generada por un sistema que no está nada mal, ojo, pero que en algún momento, en occidente, se hipertrofió y se volvió abrumador, inabarcable y nos volvimos gilipollas. Por ejemplo, es maravilloso que haya supermercados. Pero es terrible que haya quinientos dieciocho champús en el mismo supermercado. Y aún más terrible que no esté el que te gusta a ti: el champú a la camomila con extractos de té verde. Esto enloquece a cualquiera. Aunque aún sería peor no tener champú. O no tener pelo. O lo peor de lo peor: no tener pasta para ningún champú en un sistema con quinientos dieciocho champús. Nostalgia de austeridad. De justicia. De equidad. De una clase media media. Con una jornada laboral media, una familia media, una vivienda media, una alimentación media y una vida tan mediana que nos permita la exageración, la fábula, la lectura, el descanso, los desmadres puntuales, los aislamientos necesarios, la exaltación de la vida sin necesidad de que en ello te juegues la subsistencia.

¿Quizá usted escribe una literatura de contradicciones para, de alguna manera, mostrar la verdad?

No, no, no. Qué miedo. Como mucho, algo real. Que ya tiene lo suyo. Cómo olemos, tocamos, comemos y cómo creemos que olemos, tocamos y comemos. Cómo nos metemos en líos. Cómo salimos. Cómo gozamos. Cómo sufrimos. La verdad está en un árbol del paraíso y, de momento, no me dejan entrar.

El primer cuento, «Frenó, volvió a frenar» y esa visión del águila, ¿quiere mostrar la metáfora que subyace en el resto de relatos?

No fue la intención inicial, pero hay quien lo ha visto así y empiezo a darle vueltas y descubro que Así habló Zaratustra de Nietzsche comienza también con un águila y una serpiente y alude a la sabiduría, y Frenó volvió a frenar’comienza con un águila y una culebra y alude a la ignorancia. Soy una filósofa, jajaja. No. Ni de lejos. Sobrecogen las sintonías. O más que las sintonías las estructuras mitológicas que nos conforman por dentro sin que nos demos cuenta. Yo solo quería hablar de una mujer que ve cómo un águila atrapa a una culebra ante sus ojos y Félix Rodríguez de la Fuente se despierta en su cabeza. El águila representa lo elevado, lo espiritual, lo eterno. La culebra, lo inmanente, lo terrenal, lo instintivo. Y la pregunta podría ser: se produce un ataque o una conciliación de opuestos.

Usted ensaya esa voz interior que choca con la realidad y le otorga firmeza a los relatos, ¿una evidencia necesaria?

En absoluto. Ni siquiera la percibo como otra.

¿El humor del que se sirve es para arrancarnos una sonrisa de vez en cuando?

El humor es para quitar peso. Sí. Y también para añadirle peso. Sí. Y sobre todo, que a veces no hay otra forma de contar las cosas. Tampoco considero que sea un libro esencialmente gracioso. Es una emoción, digamos, ‘ligera y expansiva’ que se combina con otras ‘pesadas e íntimas’ y que permite darles salida. Por supuesto, el humor transporta la tragedia. Es la primera vez que uso el humor de forma más consciente. Y el humor es un recurso peligroso porque si no te sale pareces imbécil, pero qué le vamos a hacer. El humor amalgama cuerpos y espiritus, aúna contradicciones, permite la expresión de tabúes, eleva, destruye, da paso a la catarsis. Se parece mucho a la poesía. A una poesía popular con más tierra. Porque al poeta le da igual morirse de hambre. Pero a la gente no. La gente debe mantener los pies en el suelo porque quiere comer. Elevación con pan. Algo así. Como dice David Foster Wallace, el humor transfigura el dolor, el humor puede ser un grito de desesperación, pero también un grito en el desierto, una protesta fingida. El canto de un pájaro que ha llegado a amar su jaula. ¿Soy ese pájaro que ha acabado amando su jaula y canta? Quizá sí.

¿Cuatro estaciones para una sinfonía de la palabra, su inequívoca intención discursiva?

Yo qué sé.

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