Desde siempre, la literatura, como fuente inagotable de recursos propios y de añejas incertidumbres, ha parido escritores que, por méritos propios, algunos, o bien por ajenos, los más, se han debido de mover en la ilusionante frontera de lo real y lo irreal, de lo inventado y lo existente. Todos recordamos como algo nuestro, casi como un apéndice de nuestro propio barrio, los inhóspitos parajes del Macondo de García Márquez, inhóspitos por su vacuidad que traspasaba todas las fronteras. Y todos intentamos en más de una ocasión, una vez doblado el mapa de los EEUU a la altura de Massachussets, justo donde comienza el primer pliegue, y donde por esa causa tienden a borrarse los nombres de los pueblos, encontrar el territorio perdido de Yoknapatawpha, la ciudad perdida, El Dorado de Faulkner. Más modestamente, aquí en nuestro país, Juan Benet se las ingeniaba para deslumbrarnos con su Región, y allende los mares, un mejicano que respondía al nombre de Rulfo se empeñaba en buscar en Comala a un tal Pedro, de apellido Páramo.

Hay regiones inventadas, y otras no tanto, que diría Millas, porque la diferencia entre la realidad y la ficción a veces es tan solo de oportunidad para encontrarnos con nuestro otro yo allá en el fondo de la cama, donde se juntan nuestros pies con los suyos. De sensibilidad para interpretar las cosas, o para observarlas de una manera no-lúcida. Antti Tuuri podría pertenecer por derecho propio a este último grupo, si no se diera en su caso una pequeña salvedad. Si yo les dijera a ustedes un nombre, si yo les nombrara la región de Pohjanmaa, seguramente les recordaría a Faulkner. Y si les diera el dato de Ostrobotnia, les sonaría a cualquier cosa menos a una región de la Finlandia profunda, como de la América profunda lo es por derecho propio la región de Yoknapatawpha, del Méjico profundo la de Comala, la caribeña Macondo de la Colombia profunda o Región de la España más profunda y más literaria de cuantas se pudieron haber dado. No cabe duda que la imaginación puede tener múltiples formas y ésta, tan caprichosa como la propia vida, transformarse en abyectos cuerpos rellenos de desolación y amarguras. Puede adoptar la forma de una isla (Utopía), de archipiélago (Gont), de ciudades perdidas y fantasmales (Macondo, Comala), de formaciones montañosas (Macerta, Contrera), de ríos sureños (Yokona), o de nombres indescifrables (Yoknapatawpha, Pohjanmaa). Pero lo único cierto, lo verdaderamente cierto, es que la literatura, tal y como la conocíamos hasta ahora, comienza a presentarse ante nuestros ojos como lo que verdaderamente nunca dejó de ser en esencia: la visión del mundo desde diferentes ángulos, pero todos interrelacionados entre sí, como lo pueden estar, por ejemplo, las diferentes observaciones visuales de un niño con otro, porque todos, desde su perspectiva infantil, aprecian idéntica realidad. Las largas y sinuosas piernas de aquellos que llaman «adultos».