Roma es uno de los hitos fundamentales en la historia de la humanidad. Los regímenes políticos, la lengua, la cultura, el derecho, la religión o la sociedad de hoy no se entienden sin la contribución de aquella civilización que ha inspirado los distintos momentos de la posterior historia de Europa y América; su legado es, pues, uno de los más perdurables del desarrollo humano; baste, a nosotros, por ejemplo, echar una mirada a nuestro alrededor, y aún más a nosotros, cordubenses y bético-andaluces del siglo XXI, que, junto a otros afortunados europeos, aún seguimos hablando un imprescriptible latín, evolucionado por su uso secular, aunque muchos sigan aún sin darse cuenta de ello y de cuánto le debemos a aquella fecunda civilización, que, viniendo de fuera, y entrando a sangre y fuego siglos antes de nuestra era, terminó por ser tan nuestra como la misma tierra que pisamos, así como la misma lengua que hablamos y el código con el que nos regimos. A todo ello contribuyeron, desde sus supremas instancias rectoras, aquellos antiguos hispanos romanizados de los que trata este libro, y que constituyen uno de los más esplendorosos períodos de la historia de Europa. Pero hasta ahora otros han sido quienes han narrado esta historia, la historia de Roma, especialmente los británicos y franceses de los siglos XVIII en adelante. Aquellos han iluminado u oscurecido a su antojo los distintos episodios de la misma, pero ninguno de dichos historiadores europeos ha subrayado la importancia de Hispania en la construcción de la mejor Roma, ni el modo esencial en que intervinieron en ella y la protagonizaron, desde su máxima autoridad política, los cuatro grandes emperadores de origen hispano, Trajano, Adriano, Marco Aurelio y Teodosio, que enaltecen con sus nombres indelebles los más brillantes anales de la civilización occidental.

Por eso, y aún más desde Córdoba, desde nuestra Corduba romana, la noble Colonia Patricia y antigua capital de la Bética, debemos congratularnos de que un joven y maduro doctor en filología latina, de un instituto de la ciudad, el Blas Infante, el profesor Alberto Monterroso --autor, entre otras publicaciones, de un excelente estudio biográfico sobre Séneca, o la sabiduría del Imperio-- haya sido quien en la Esfera de los Libros haya editado un abarcador y clarificador estudio de quinientas páginas reivindicando con la más rigurosa y erudita penetración historiográfica la explícita raigambre bética de estas grandes figuras de la historia de la humanidad.

Desde los siglos XVII y XVIII, los historiadores europeos se han empeñado en desligar intencionadamente a los grandes emperadores del siglo II de su Hispania natal u originaria, enturbiando o enmascarando, quizá por unos ciertos celos histórico-culturales, el claro origen bético de los mismos. Y así, y en especial desde Gran Bretaña, se ha pretendido desvincularlos de la cultura, economía, poder o influencia que tuvo Hispania en el conjunto del Imperio, y disimular o enturbiar el hecho de que tanto Trajano como Adriano nacieron en la Bética, obviar que Marco Aurelio era oriundo de Hispania, como otros tantos emperadores del siglo IV, como Teodosio o Arcadio, nacidos en Hispania de padres hispanos, u Honorio, oriundo de Hispania como Marco Aurelio, cuyo abuelo, por cierto, era de Úcubi, el actual Espejo de nuestra campiña. Este oscurecimiento interesado ha sido aún más flagrante en el caso de la dinastía del siglo II, hispana hasta la médula, la mejor de la Historia, la que rigió el llamado siglo de oro del Imperio, aquella de la que sentenció el gran historiador británico Edward Gibbon que fue la que gobernó «la época más feliz de la historia de la humanidad». Con datos contundentes, apoyándose en la más moderna bibliografía y mostrando una pormenorizada visión de conjunto, Alberto Monterroso desvela toda esta desleal maniobra --cuyos ecos aún permanecen-- que ha pretendido oscurecer el abolengo netamente hispánico de estas grandes figuras de la historia romana como son las que constituyen la llamada dinastía antonina, en la que figuran personajes de la excepcional talla de Trajano, Adriano o Marco Aurelio, nombres áureos que brillan en el curso secular de la historia de Occidente.

Los historiadores europeos de la época, como en tantas otras ocasiones, cicateramente no quisieron dar ese brillo a la Península Ibérica, reconocer sus virtudes, su riqueza natural, su cultura, su determinante potencial económico y político, el generoso e inteligente esfuerzo de esta tierra en la forja del Imperio. Por eso este libro habla también de la decisiva importancia de la Hispania romana, una importancia que no ha sido justamente valorada y cuyos orígenes se remontan a finales de la República, con antecedentes de la talla del gaditano Cornelio Balbo, el primer no itálico en ser cónsul de Roma, o el cordubense Lucio Anneo Séneca, una de las grandes figuras de la historia, cuya autoridad gobernó Roma a la sombra de Nerón y dio a la ciudad los mejores años de ese reinado.

Aquellos emperadores estuvieron además casados con emperatrices hispanas, mujeres que cumplieron un papel político más inteligente, positivo y menos ambicioso que las legendarias y negativas Livia, Mesalina o Agripina del siglo anterior. En esto también seguían la noble tradición de las féminas de la estirpe annea, que como luego las respectivas esposas de Lucio Anneo Séneca (Pompeya Paulina) y la de su sobrino Lucano (Pola Argentaria, «bella Minerva de las islas Jónicas», en palabras del poeta Mariano Roldán) pasaron a la historia por su valor, entereza, dignidad y amor conyugal ante la mortal injusticia que hubieron de sufrir sus inmortales esposos por orden del tirano.

Trascendencia de Roma

Desde un punto de vista estrictamente literario, Alberto Monterroso cultiva una prosa nítida, de fácil lectura y lúcida sobriedad expositiva, que nos hace muy grata y asequible la enjundiosa digestión bibliográfica de datos y referencias de un periodo tan dilatado y complejo. El volumen se abre con una panorámica introducción aclaratoria en que se demuestra la importancia determinante de la península en la historia política y literaria de Roma, desde los tiempos de Séneca el Viejo, quien cita, por cierto, al primer poeta del que se tiene conocimiento en la historia de las letras hispanas: un poeta coterráneo, el nacido en Corduba, Sextilio Ena, y al que debemos el primer y expresivo verso escrito por un hispano, y que ha llegado hasta nosotros, que dice así, en nuestra traducción: «Murió Cicerón, y quedó muda la lengua latina».

Siguen las guerras de Trajano y su sabia administración de la justicia, que lo hizo quedar como uno de los más benéficos hombres de gobierno de la humanidad; los viajes de Adriano por todo el Imperio y su gran entusiasmo por la cultura y la literatura de la Hélade, así como su famosa pasión por el joven Antínoo, divinizado tras su temprana muerte en las aguas del Nilo; el frustrado pacifismo de Marco Aurelio, el emperador filósofo que, paradójicamente, tuvo que pasarse la vida luchando contra los bárbaros en los confines del Imperio, al tiempo que junto a Séneca y Epicteto protagoniza la máxima aportación de Roma a la filosofía estoica; el último capítulo atiende a la unificación religiosa y política de Teodosio.

‘Emperadores de Hispania’.

Autor: Alberto Monterroso.

Editorial: La Esfera de los Libros . Madrid, 2022.

GRANDES TRAYECTORIAS

Tras la iluminadora lectura de este enjundioso volumen, no dejamos de quitarnos de nuestra mente que si estas figuras hubieran visto la luz en otras latitudes del Imperio, como Londinium o Lutetia, por ejemplo, no dudamos que tanto británicos como galos se sentirían bien orgullosos de tan nobles antepasados, mucho más de lo que podamos sentirnos nosotros, con la excepción de unos pocos escogidos para quienes tanto el latín como la huella de Roma aún siguen siendo algo vivo y palpitante, al menos culturalmente vivo. Hemos de darnos cuenta de que estos prohombres de la historia, nacidos en este suelo, son, históricamente, paisanos culturales y coterráneos nuestros, y testimonio de la importancia político-cultural de la antigua Hispania y de la Bética en la historia de la civilización occidental, y es bueno que se les conozca y reconozca, como modelos de vida y de conducta, así como de enriquecimiento humanístico; y aún más en un tiempo en el que los estudios de historia y las humanidades, y aún más los de las lenguas clásicas, parecen estólidamente dejarse a un lado como un lastre innecesario. En resumen, un libro noble, justo y necesario, que hace justicia a nuestra historia.