Reinaldo Jiménez (El Cerval, Almuñécar, Granada, 1969) es maestro. Ha publicado los libros O la sien sobre el lodo (2000), Al paso volador de las perdices (VII Premio de Poesía Enma Egea, 2001), Paisajes sobre el agua (VII Premio Tardor de Poesía 2002), El vuelo único (X Premio de Poesía Alegría 2006), Habitarás la casa (XIX edición del Premio Bienal de Poesía Provincial, 2012), De la mano (XXI Premio de Poesía Antonio Machado, 2017) y, el más reciente, Sobras de pan (V Premio Internacional de Poesía Jorge Manrique, 2021).

¿El verso, la estrofa y el poema siguen viniendo, aún hoy día, a su encuentro?

Lo esencial es no perder la capacidad de la mirada sobre el mundo que nos rodea, mirar es lo que nos hace detenernos, sentir, reflexionar. En este ámbito de la mirada se va gestando mi poesía, aún mucho antes de hacerse verso, estrofa, poema o libro.

¿Sigue siendo válida esa «verdad machadiana» para entender su poesía?

Sin duda alguna, porque la verdad machadiana es una verdad metafísica que hace referencia a una teoría del ser y a que nos comuniquemos y nos entendamos los unos con los otros. La búsqueda continua de esa verdad es la que debe hacernos mejores y crecer en cualquier ámbito de la vida; Sobras de pan incide de manera más depurada, quizá, que otros de mis libros en este aspecto.

¿Por qué es tan fuerte para usted el vínculo espacio/naturaleza?

Me gustaría rememorar aquí las palabras de la poética con que participaba en la antología Neorrurales porque creo que contestan con precisión. Decía en ella que ya de niño advertí la trascendencia a la que invitaba el entorno natural que me rodeaba: la propia naturaleza en su renovación y en sus caducidades, el vínculo primigenio y esencial entre la tierra y los seres que la habitan. Toda esta vivencia no solo me abrió los ojos al asombro del mundo, sino que me ayudó a fraguar un posicionamiento ante la vida, casi en el sentido de De rerum natura de Lucrecio.

¿El verso, en su poesía, se expone y se entiende como una lógica de síntesis?

Sabemos lo que se pierde desde la intuición primera, la emoción, la idea que pretendemos reflejar en un poema hasta llegar a él, a veces queremos compensarlo con demasiados recursos o palabras que acaban alejándonos de ese latir primero que lo impulsó. Encontrar las palabras y los recursos justos supone un gran esfuerzo. Pero mejor así, y que el poema crezca en el lector.

El lector encuentra en sus libros un sereno clasicismo, ¿sigue siendo válido ese carácter lírico frente a un mundo tecnológico?

Creo que sigue siendo válido y que es necesario porque nos invita a pararnos y mirar el mundo con serenidad, a pensar y a sentir. La tecnología debe ser aliada y un recurso para el pensamiento crítico y la educación de la sensibilidad. Yo soy maestro y es emocionante conjugar ambas cosas porque el resultado es enriquecedor, pero me conmueve sobremanera cuando a veces es únicamente la palabra de un poema leído desde la emoción la que provoca el silencio y abre el misterio en un aula.

El campo, el paisaje, la vida serena, ¿fundamentan y soportan el peso de su poesía?

Son parte predominante de ese andamiaje que sustenta mi poesía junto a otros ejes o símbolos recurrentes que enmarcan y propician ese tono meditativo o reflexivo, pero no son el fin en sí mismo en la mayoría de las ocasiones. Con cierta perspectiva, creo que hay detrás de estos temas, además de la emoción, la enseñanza, un intento de hacer trascender un discurso.

En su nuevo poemario, ¿debemos seguir alimentándonos, como antaño, de esas Sobras de pan?

Sobras de pan simboliza e incide en valorar lo esencial de la vida, lo sencillo, lo humilde, el esfuerzo, el trabajo, la tierra, la palabra, el respeto y el afecto por los seres que nos rodean. También evoca la imagen de la conciencia, apenas una sobra de pan en medio de nuestro desconocimiento.

¿Los premios ayudan de alguna manera a una mayor difusión de la poesía?

Seis de mis siete libros de poemas han visto la luz gracias a que han tenido la fortuna de ser premiados. En mi caso, estos reconocimientos han propiciado la edición de las obras y su difusión. Que estos libros, por otra parte, vayan ligados a nombres como José Hierro, Antonio Machado o Jorge Manrique no solo ayudan a la difusión de la obra propia, sino a mantener viva la de otros.

Su poemario se abre con un hermoso poema a la madre, «El horno», y se cierra con otro profundo al padre, «Sobras de pan», ¿principio y fin de todo?

El libro se estructura en torno a tres poemas axiales, los que se mencionan en la pregunta y uno central, «De noche al abrazarla», que dedico a mi hija. Este esqueleto genealógico pretende centrar la atención sobre lo humano, sobre la enseñanza que se da y la que se recibe, aún sin pretenderlo, y en esa continuidad, más que en un principio o un fin como tal. La memoria, la gratitud, el abrazo de la propia vida en los nuevos seres frente a todo lo que acaba es una forma de permanencia: «Lo que acaba no acaba/nada muere en su muerte».

Ese horno y ese pan, ¿ejemplifican un pasado que siempre vuelve?

Es al tiempo un pasado que nunca se ha ido del todo, pero al que tampoco podemos regresar plenamente. Recuerdo, siendo yo niño, a mi madre aguardando aquel pan en la boca del horno, a mi padre, pocos días antes de morir hablándome de lo que significaban para él aquellas sobras de pan que habían quedado sobre la mesa. Ambos son símbolos de lo que se hace con entrega y amor, aun dentro de la incertidumbre de la vida, tal vez por eso sean signos que no borra el tiempo.

¿Duele reflexionar tan profundamente como ocurre en estos poemas de Sobras de pan?

Claro que duele. Sobras de pan es un libro que ha surgido en este tiempo de pandemia, con lo que ello conlleva, que está atravesado por la muerte, la de mi padre y la de algunos amigos muy queridos que se fueron demasiado pronto. Hay una reflexión sobre la propia existencia y en ella cabe la celebración, pero también el dolor y su aceptación. Convertir este dolor en canto, en poema, no admite impostura.

¿Siempre recurre a lo sencillo para servir de ejemplo a sus seres más queridos?

En mi libro anterior, De la mano, escribía estos versos en un poema dedicado a mi hija: «Con axiomas sutiles has tejido / al cabo de los años la estrategia / para hacer de los días una casa habitable: / el amor sobre todo, lo sencillo, / aprender humildad en aquello que miras, / sentirte en el caudal de este mundo que fluye». Creo que dan respuesta a la pregunta.

Un poema como «Petirrojos», ¿nos devuelve la fe en el paso del tiempo?

Esa imagen de los petirrojos en el olivar cuya flama minúscula, pero cálida y crecida en la emoción, atempera el invierno, nos alienta contra el paso del tiempo, nos anuncia ese discurrir de las estaciones, un advenimiento; pero también es la prevalencia en la percepción de lo más leve, el plumaje inflamado de unos pájaros frente a la poderosa imagen de un olivar tomado por la escarcha. Esa flama de los petirrojos que incendia el olivar, sí, nos devuelve la fe en el paso del tiempo.

¿Las palabras, para usted, ungidas de un auténtico misterio nos acercan al ámbito del más allá?

Dice Antonio Gamoneda que las palabras nos acercan al territorio de lo impronunciable. En Sobras de pan poemas como «En el huerto», «Lindes», «Nigredo» o «La palabra primera» tratan de indagar en esta idea. Cuando un poema nos lleva a esta frontera, las palabras cobran ese misterio, que tal vez preceda a lo impronunciable, al mismo silencio.