Mi tremenda ingenuidad y desesperado deseo me llevaron a pensar que el pueblo ucraniano no iba a ser invadido por otro país hermano y vecino. La terrible realidad me ha demostrado que, esta vez, mi positiva imaginación me ha gastado una mala pasada. Las noticias diarias nos transmiten una guerra en directo con imágenes devastadoras de niños huyendo, protegidos por sus madres, y de padres que se quedan para defender su país. Se nos ablanda el corazón, incluso nos aflora la vena solidaria de ayudar a esta pobre gente que les ha pillado en el centro mortal de la discordia y que se sienten impotentes ante un panorama desolador.

Y, cuando pasa un tiempo, los que bailamos alrededor de este son nos vamos habituando a que nos bombardeen y nos acribillen, en el sentido metafórico de la palabra, claro está, con terribles y dantescas escenas y que, con ellos, no existe metáfora ni sentimientos que valgan. Y yo, que siempre he defendido que el mundo está sembrado de muchas más personas buenas que malas me entristezco, y llego a poner en duda o cuestionarme esta frágil y humilde aseveración.