Me exultan las lágrimas de la felicidad revivificando el corazón y la mirada. Comparto las lágrimas que ocasiona la pérdida de aquellos que amamos sabiendo que nos dejan un vacío insondable. Pero no hay consuelo para las lágrimas sobrevenidas por el horror de la guerra ni perdón posible para quien la provoca. Nada justifica la represión ni la violencia. Nadie tiene derecho a conculcar la paz de sus hermanos. 

No hay razón ni poder ni dios alguno capaz de convencernos de que, para conseguir la paz, es necesario preparar la guerra. Para conseguir la paz hay que preparar la paz; y esto significa no permitir que nada ni nadie vulnere derechos tan fundamentales como la libertad, la propiedad, la virtualidad de elección y, sobre todo, la vida; ese maravilloso don tan personal e intransferible que cualquier agresión, por mínima que nos parezca, quiebra el orden cósmico y nos señala, si no como ejecutores, como cómplices o pasivos observadores de lo que no puede favorecerse, consentirse ni silenciarse.