La luz que enciende el cuerpo es el evocador título del nuevo poemario de Ioana Gruia (Bucarest, 1978), en el que, a lo largo de cuarenta poemas dispuestos en seis secciones, amén de un «Epílogo», se traza un viaje interior de estructura circular que deviene proceso de autoconocimiento y de reivindicación de la feminidad desde la celebración del cuerpo, del amor y de la pasión.

La imagen de la cubierta, Sol de la mañana -que ya fue utilizada para su primera novela, La vendedora de tiempo (Renacimiento, 2013)-, marca el tono y la perspectiva de todo el libro, especialmente de las seis composiciones de «Las mujeres de Hopper», donde el sujeto poético se proyecta en el enigmático silencio de estas y muestra su anhelo de ser una de ellas («Yo siempre quise ser / una mujer de Hopper»). En tal procedimiento de proyección juega un papel crucial el símbolo de la ventana, que establece una sutil frontera entre lo público y lo privado, permitiéndole al sujeto femenino mirar tanto hacia el exterior como hacia su interioridad. Destacan «Una mujer al sol», «Automat» y «Ventana de hotel», donde el yo llega a identificarse con una mujer que es, a la vez, todas las mujeres de Hopper; y lo hace sin renunciar a su propia identidad, adoptando un papel activo, que la lleva a ser mirada y, por tanto, pensamiento y conocimiento: «Esta mujer soy yo, me está aguardando».

La segunda sección, la que da título al volumen, está compuesta solo por dos poemas tan rotundos como «Salvavidas» y «El baile de Natasha», en los que, siguiendo con el juego de proyecciones en el cual la voz poética es protagonista y observadora, se reivindica el cuerpo, la pasión y la sensualidad como tabla de salvación, en el primero; además de un feminismo que necesita construir una identidad que rompa con los estereotipos que la tradición ha ido sedimentando sobre la feminidad, en el segundo.

Con la misma imagen de una «mujer en la ventana», se abre la médula espinal del libro, «La música secreta», donde el sujeto poético adopta decididamente la primera persona para sondear los recovecos interiores, con la ayuda de precisas imágenes y símbolos tan sugerentes como el faro. En este proceso de introspección siente la necesidad de distanciarse de sí mismo hasta llegar a verse como un ser diferente («Alguien que no era yo») con la intención de comprender que su poliédrica personalidad ha sido forjada entre los anhelos y los fracasos, al tiempo que encuentra anclaje en la infancia («El violín gitano»), en la sensualidad y la pasión («Vendimia»), en los sueños («Invocación para llegar al faro, a Virginia Woolf»), en el equilibrio entre la esfera laboral y personal («El futuro está aquí») o en la maternidad y la certeza de que los hijos son quienes protegen y salvan («Columpio»).

La infancia en su Bucarest natal es el magma que nutre las cinco piezas de «Parque interior» y conforma el sustrato no solo de una compleja identidad femenina, sino también de una particular mirada sobre lo femenino. Enmarcados entre dos poemas como «Genealogía» y «Cuarto de infancia», se disponen una serie de símbolos -la casa, el parque o la habitación infantil- para evocar las figuras del padre y de la madre, que son «mi íntimo asidero / para no claudicar».

La música, tan presente en toda la obra de Gruia, es otro elemento inevitable de su memoria. En las cuatro «Canciones», entre las que destaca «La canción de las cosas perdidas», aborda en primera persona las sombras y las dudas, pero también el cuerpo y el amor, que son cobijo frente a la intemperie. Semejante definición del cuerpo y del amor como casa es el eje que articula las siete composiciones de «La casa de mi piel», donde sobresale «Aline». El deseo, el erotismo y la pasión son vía de conocimiento y, como tal, deben ser siempre iluminados por el respeto y por la sensatez. En el «Epílogo», un único poema titulado «Las formas de las nubes», dedicado a su hija Kezia, la maternidad redefine la mirada y, al hilo del símbolo del jardín, se plantean los sueños que nos mantienen en pie y nos permiten vivir una vida que merecemos disfrutar en su belleza y plenitud.

En definitiva, Gruia teje un discurso de marcado carácter meditativo y elegíaco que es, al mismo tiempo, un canto gozoso y una afirmación de vida en tanto supone una celebración hedonista de las cicatrices y de la pasión, de la plenitud del cuerpo y de sus sombras. Y lo consigue manejando con precisión el lenguaje y huyendo de los excesos lingüísticos, en una búsqueda denodada de la palabra aparentemente sencilla y de la imagen parca, capaces de emocionar al lector desde una complicidad que le hace sentir como vivido lo leído.

‘La luz que enciende el cuerpo’.

Autora: Ioana Gruia.

Editorial: Visor . Madrid, 2021.