Regreso de Emiratos Árabes con la grata sensación de haber convertido en realidad el deseo adolescente de contemplar el mundo trasminado por el poder venial de la palabra. Porque más allá de los edificios imposibles, las avenidas kilométricas, las luminarias incesantes, los suntuosos palacios, las mezquitas fastuosas, los muros recamados de nácar y marfiles, el mar límpido germinando en afluentes caudales, el sol cálido trenzado en la rosácea arena del desierto, la eclosión de una realidad que trasciende la tecnología más ilusoria, las bibliotecas inundadas de antiquísimos manuscritos originales y libros sagrados en todas las lenguas, advierto cómo la poesía revela la necesidad apremiante de manifestar el sentimiento, el ansia primigenia de alcanzar la armonía. No me cabe la menor duda: la poesía es, ante todo, un acto de amor, amor por el lenguaje y amor por los temas e inquietudes que la palabra alienta; la palabra viva de las tribus nómadas, errantes por los desiertos de Arabia, que forjó en el dolor los versos amorosos más intensos y hoy sigue reclamando el anhelado sueño de la paz.