Sin duda existen mil y un caminos para acercarse a otra cultura, a otra forma de decir el mundo y hablar con sus dioses; mil y un caminos para descubrir otra forma de pensar, de expresar los sentimientos, de vivir. Para descubrir, estudiar y penetrar en este mundo hispánico al que he dedicado mi trabajo y gran parte de mi vida, he tenido un guía de lujo, un poeta que supo adivinar mi búsqueda y acompañarla, Antonio Gala.

Mi vocación de hispanista se la debo a mi padre y a mis primeros maestros en la literatura española: se llamaban Paco Ibáñez, Joan Manuel Serrat, Luis Eduardo Aute, José Antonio Labordeta o Imanol… Con ellos, aprendí que la poesía es un arma cargada de futuro. Mis conocimientos de la España contemporánea se concentraban sobre todo en la Generación del 27 y del exilio -en Francia, gran parte de los docentes universitarios eran hijos de la España peregrina que se empeñaban en preservar su esperanza y transmitir su herencia- y nosotros, quizá por la mala conciencia, nos esforzábamos en no olvidarla.

Yo quería pasar el umbral del hortus clausus, dejar de ser la extranjera y acceder a los patios íntimos de una sociedad que veía cambiar en cada uno de mis viajes y que, para los franceses, era prisionera de una imagen estereotipada. Entre la España soñada desde el exilio y la silenciada del franquismo, existía una España real, múltiple y desconocida que me atraía por su dinamismo, su fuerza, sus contradicciones y creaciones, su tradición y su modernidad.

Desde mi país seguíamos, paso a paso, la Transición y el nuevo rumbo de España. En aquellos años de finales de los 70 y 80, leíamos con asiduidad El País y me acuerdo de nuestras «citas del lunes», en la cafetería universitaria, cuando debatíamos sobre los artículos que abrían y cerraban la revista dominical del diario. Yo sentía un especial cariño por un escritor al que solo conocía de nombre como dramaturgo y que, cada semana, hablaba con su perro. Me encantaban tanto los temas como la escritura; sus textos me parecían una fabulosa fuente de informaciones y de creaciones, envueltas en un humor inconfundible. Sin ser española, me sentía invitada, aludida. No solo me atraía el retrato de la realidad del país vecino, de otra cultura -objetos de mi investigación-, sino también los asuntos como la libertad, la responsabilidad, la objeción de conciencia, la mili, el aborto o la identidad… Eran preocupaciones nuestras, temas universales y sencillamente humanos. Como lo escribe Carmen Castañón: «La obra de Antonio Gala oscila entre dos exigencias: la necesidad de participar con su escritura en las luchas de su tiempo y la honda urgencia de realizar en ella su yo más íntimo; crea una literatura que se enfrenta con la historia y que, como una crónica o un panfleto, intenta influir en su curso, y otra literatura que, inexorablemente, regresa al ser para descubrir lo esencial, lo profético que hay en él (en Infante, 1994: 27)».

Y las Charlas con Troylo me condujeron hacia una casa de la calle de la Macarena, en Madrid, para una breve entrevista…

Nunca olvidaré aquella tarde tibia de abril de 1985: me instalaron en el salón a la espera del dueño de la casa. Era una sala grande, soleada, con un cuadro inmenso, amarillo, que ocupaba gran parte de la pared; pero el que más me llamó la atención descansaba encima de la chimenea de mármol blanco. Se trataba de un lienzo singular, sencillo, depurado en su tema y rico por sus matices «azules, rosas, platas, verdes, grises insinuados: una paleta fría e íntima a un tiempo». Una barca blanca posada apenas sobre el agua, serena. Una barca dormida, varada, como esperando… Y así se titula, La barca dormida, es una obra del pintor onubense Daniel Vázquez Díaz. Entré en el cuadro e inicié mi viaje a través del tiempo por la geografía española, acompañada por mi anfitrión. La cita se alargó mucho más de lo previsto, se convirtió en una charla, a la hora del té, entre dos amigos: la primera de tantas en Madrid, en La Baltasara, en mi tierra bretona o en Córdoba. Aquella tarde inolvidable Antonio Gala me abrió las puertas de su casa y me regaló su mundo.

A su lado, descubrí las múltiples facetas y contradicciones de este país vecino, a la vez diferente y semejante, la inagotable riqueza de sus culturas. Bebí en las fuentes de un idioma que me esforzaba -y esfuerzo- en no maltratar; saboreé sus matices y me divertí con sus travesuras y juegos de palabras. Juntos contemplamos las puestas de sol y rezamos a la luna, nos paseamos por los mercados y cementerios, por las tabernas y los museos, por mi tierra y por la suya. A su lado aprendí que las palabras son paisajes, cantos, sabores y olores…

Una casa para grandes creadores

La casa de Antonio era punto de encuentro de grandes creadores: poetas, pintores, escritores, artistas, periodistas o universitarios… Allí conocí a Pablo García Baena, José Manuel Caballero Bonald y su mujer, Pepa, Francisca Aguirre y Félix Grande, Pepe Hierro, Fernando Quiñones, Terenci Moix, José Infante, José Agost, Manuel Rivera, Luis Martínez de Merlo, Mario Camus, Elsa López, Concha Velasco, Pablo Sebastián, Andrés Peláez Martín, Alfonso Emilio Pérez Sánchez… A los invitados al jardín, los de siempre, Ángela, Elio, Luis, Ana, Pepe… y los perrillos Ariel, Ramplín, Zahira y Zegrí, Zagal, Toisón y Mambrú…

Hoy esa barca dormida me parece una buena entrada a este viaje junto a «quien conmigo va», para hojear las páginas de esta gran crónica de la España de 1973 a 2015 que conforman las más de mil colaboraciones en prensa de Antonio Gala, estampas y reflexiones de ayer, hoy y mañana.

Un conocido político y hombre de Estado español declaró, en cierta ocasión y con notable cinismo, que los periódicos sólo viven un día, pasando luego al cementerio de las hemerotecas. Puede ser que gran parte de lo escrito en los periódicos desaparezca, aunque creo, como Albert Camus, que el columnista es el historiador del instante. Con Antonio Gala, la columna de opinión se convierte en obra perdurable. Como las Chroniques de Camus, sus escritos periodísticos pertenecen al ámbito de la literatura, desvelan un compromiso, una conciencia y una coherencia que superan el paso del tiempo.

La literatura y la prensa han mantenido siempre relaciones estrechas y fecundas. En España, ya desde el siglo XIX, los periódicos acogieron en sus páginas a grandes escritores e intelectuales. Esta expresión libre -el «inquilino de abajo»- adquirió una especial intensidad con la Transición y la democracia, y sigue muy viva en la actualidad. En tal contexto, Antonio Gala, poeta, dramaturgo, guionista y novelista, se impone como una figura insustituible en este paisaje tan fructífero de la prensa de opinión que se afirmó en el tardofranquismo -con nombres como José Luis Martín Prieto, Francisco Umbral, Ignacio Carrión, Manuel Vicent, Maruja Torres o Rosa Montero, y los humoristas gráficos desde La Codorniz o Hermano Lobo-; como un fenómeno insólito en aquel espacio mediático, un hombre catodicus, en expresión de Regis Debray, que en aquel momento entendió el poder de difusión y educación que podían tener la prensa o la televisión.

Las obras escénicas de Gala, Premio Nacional de Teatro en 1963, batían récords de taquilla y se reponían sin cesar; sus novelas encabezaban las listas de ventas; sus intervenciones públicas eran verdaderos acontecimientos, y su presencia en la pantalla de televisión o en las emisiones de radio garantizaba la audiencia. Pero, sin duda, fueron sus columnas en la prensa -en Sábado Gráfico (1973-1978), El País Semanal (1978-1995), El Independiente (1987-1989) y El Mundo (1988-2015), por citar solo las más conocidas- las que le concedieron un reconocimiento fuera de lo común, pese al silencio o recelo de una parte de la crítica y del mundo intelectual español.

No se trata aquí de abogar por el reconocimiento, pues el autor no lo necesita, sino de invitar a leer o releer estas páginas, reflejo de momentos clave de la Historia contemporánea de España, y al mismo tiempo de reflexionar sobre la condición humana entre el fin de siglo y el inicio del nuevo milenio.

El columnista ha hecho de la palabra algo más que una forma de comunicación con los demás. Desde la tribuna del Parlamento de papel, acompañó a su pueblo, semana tras semana, durante algo más de cuarenta años, legándonos así un testimonio incomparable de su país y de la época. Y lo más sorprendente es que, pese al paso del tiempo, estas columnas no han perdido un ápice de su vigencia, resisten las fronteras temporales, mantienen vivos la reflexión, el análisis y la emoción compartida. Sobre todo, como escribe Milan Kundera, su obra «enseña al lector a entender el mundo como una pregunta». La hoja caduca de prensa se hace rama perenne.

Antonio Gala convierte el artículo de prensa en un arma poética, en una manera propia de decir el mundo. Ante todo, es un poeta. La literatura forma parte de su vida, lo acompaña: es paisaje, recuerdo, testigo, regalo. Sin duda, lo que mejor define su escritura es el concepto de poiesis, en el sentido griego de la palabra, es decir, de «creación» o «producción»; ese derivado del griego πι(poieo) que significa «hacer» o «crear». Platón define en El banquete el término poiesis como «la causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no-ser a ser», como algo que tiene alma, vida, expresión propia. Por tanto, la poiesis puede ser poema, prosa, artículo de prensa, pero también lienzo, dibujo, grabado, foto, escultura… según su poder se ejerza sobre el color, el volumen, el tiempo, el ritmo de la luz o de la palabra. Adopta la forma del recipiente en que se vierte, no importa el frasco sino la esencia: «todo se construirá con la materia de los sueños… en el noble sentido de la palabra, todo estará hecho de poesía». El arte es una forma de amar, de conocer, de acariciar, de aprender. Y el arte en Gala son dos facetas de la misma ansiedad y del mismo júbilo. Esta literatura de prensa que componen los más de mil artículos, semanales o diarios, podría quizá inaugurar nuevos vocablos: «cronopoemas» para las páginas o «saetas» para la columna diaria. En todo caso, apostaré por «poi-ética», es decir, la expresión poética comprometida con su país y su tiempo.

Confiesa el autor que su única aspiración, siguiendo el viejo consejo de Shakespeare, es ser fiel a sí mismo, ya que, sin esa fidelidad previa, jamás conseguiría las otras dos: la fidelidad a su momento y a su pueblo, con sus esperanzas y dudas, que son las que hacen de verdad a un escritor. Estas tres fidelidades conforman las tres partes de este volumen: Antonio Gala en su paisaje: crónica de un compromiso.

La primera parte, «Fidelidad a sí mismo», propone un acercamiento a la personalidad del escritor, a su infancia y formación. Nos alejamos de la figura pública para descubrir la faceta íntima del creador, desde la sombra a la luz del éxito teatral, su compromiso de columnista, su soledad solidaria.

La segunda parte, «Fidelidad a su momento», recorre desde los años 70 hasta la primera década del siglo XXI. Compartiremos sus recuerdos de la guerra, evocaremos los últimos años del franquismo y seguiremos paso a paso la Transición, entre ilusiones y recelos, y la emergencia del nuevo Estado. Pese al mito de la Transición modélica, España no es país tan pacífico, como lo atestiguan los muertos y asesinatos en aquellos años en los que busca su camino, entre una amnistía insuficiente, un consenso de circunstancias, actos terroristas y afirmaciones identitarias, luchas sociales y transformación de la sociedad, en un contexto internacional difícil. Nos detendremos en el compromiso del autor con el reaprendizaje de la libertad y de la democracia, objetivo de toda una generación.

La tercera parte, «Fidelidad a su pueblo», se dedica al cante jondo de un poeta a su tierra, Andalucía, metonimia de España. Es un viaje por los meandros del castellano, la musicalidad de las palabras, al ritmo de las sonoridades y de sus sentidos. Es también la historia de una complicidad que se elabora página tras página. De la mínima aldea al corazón de la capital, Antonio Gala pasea su pluma y comparte con los lectores algo de sí mismo, de su geografía, de su patrimonio, con atención a la lengua del pueblo, la riqueza de sus dichos, refranes y expresiones populares, un auténtico homenaje a la tradición literaria española.

Este triple compromiso es la clave de un destino extraordinario que hizo de un joven poeta, nacido en la frontera de Andalucía, educado en Córdoba, formado en Humanidades por las universidades de Sevilla y Madrid, una de las firmas más libres y certeras de la España contemporánea: una voz singular, garganta prestada a todo un pueblo con ansias de gritar bajo la mordaza, de recobrar la libertad y vivir libre después del largo paréntesis de la dictadura. Cada hombre, afirma Gala, es una historia, y cada país, la suma de las historias individuales que configuran la gran historia colectiva.

Este libro es, en realidad, una invitación a acompañar a la figura en su paisaje, a escuchar una voz que se levanta como un grito individual pero solidario, que acoge las voces que no solemos oír y escuchar, las personas anónimas de nuestras sociedades. Sus crónicas periodísticas nos hablan del ser frente a su tierra, sus penas, sus amores perdidos o quebrados, sus angustias y alegrías. Como las coplas andaluzas, con palabras de ayer y de hoy, sus textos nos hablan de vida y de muerte. Como el cante, la obra de Antonio Gala es el chorro vivo del llanto, de la ilusión, de la esperanza; una manera más honda de suspirar, una necesidad vital; una forma de pensar el mundo que nos rodea, a través del diálogo entre pasado y presente.

Si cada libro es un encuentro, un encuentro puede dar vida a un libro. Este nace de la tibia tarde de un abril madrileño, inicio de una larga amistad y de un viaje que no termina nunca, porque siempre queda algo que enseñar y aprender. Y viajar con Antonio, no es solo moverse sino, sobre todo, abrirse. Es, como aclara: «una disposición a recibir lo nuevo y aprenderlo; a meditar sobre el porqué y el cómo de lo que creíamos sin razonarlo, solo porque era nuestro; una disposición a respetar la forma de ser y de estar y de opinar de los otros, a poner nuestra curiosidad como espejo delante de las cosas. Viajar es sentir el influjo de otra cultura nunca enteramente distinta de la nuestra, pero no la nuestra, y apreciar sus matices a través de la vida y el trabajo común (Moreno, 1996: 383)».

No conozco otro gesto más libre. Han pasado cuarenta años, y algo más, desde aquellos primeros textos y pretextos. Es hora de entregarles este libro de viaje, la lectura de una hispanista para conocer algo más del hombre que se ocultaba, muy a menudo, bajo su imagen mediática, para acercarnos al poeta sensible y al intelectual lúcido, para escuchar la voz de un país que supo salir de una larga dictadura y recobrar la libertad.