Hablar el cante jondo para evocar la fidelidad a su cultura puede parecer extraño en el caso de nuestro autor si nos limitamos a considerar que nació en la frontera sur de La Mancha -además de tener una madre de origen segoviano-. Sin embargo, ya lo hemos visto, a la hora de acercarse a su obra, Córdoba, capital califal de las tres culturas, y Andalucía, son referencias inevitables, vitales, aunque no exclusivas. La razón se impone por sí misma: su iniciación al mundo y a la palabra nace en el Sur, y su tierra de adopción es elemento clave de su identidad de creador, como reflejan estas palabras a la Dama de Otoño: «Voy a hablarte de Andalucía, o sea que voy a hablarte de las entretelas de mi corazón, de su médula misma reflejada en el cristal de aumento. Voy a hablar de mí de otra manera» («El canto y el llanto», CDO, 23/10/1987).

Recordemos que llegó a Córdoba muy joven, por elección de su padre, que tenía una verdadera admiración por la ciudad. Desde muy temprano, don Luis Gala le hizo descubrir la ciudad que siempre relacionará con la figura de su padre y la de su ama, Amalia. Desde el patio de su casa cordobesa, el escritor se abrió al mundo, por lo tanto no nos puede sorprender la elección de Córdoba como cuna, el lugar de nacimiento del poeta.

Andalucía es el paisaje de la infancia, su paraíso perdido, y Córdoba, la ciudad soñada, el principio de su vida y, hoy, su lugar de retiro -el convento de la Fundación Antonio Gala está al lado de su primera casa-: «esa especie de último reducto, de último paraíso que uno sabe que llegará, pero a lo mejor sólo llega al final» («Córdoba», 31/1/1980).

Estos últimos días, al pasear por la ciudad, desde el templo romano y el resto de la muralla, desde la plaza de Las Tendillas a la de Santa Victoria, o por la plaza Séneca, las callejuelas del barrio judío hasta llegar a la Mezquita-Catedral y al Guadalquivir, tengo la sensación de compartir «estos días azules y este sol de la infancia», pero esta vez no es en un patio de Sevilla sino de Córdoba donde se me espera.

De repente, se me aparece un niño, en la fresca penumbra de la Mezquita-Catedral, arrodillado sobre las losas, en medio del bosque de columnas, escuchando las voces del pasado. En el patio de los naranjos le adivino, escondido, contemplar la procesión del Corpus Christi, o las de la Semana Santa, entre cánticos, olores de azahar, magnolias e incienso, a la luz temblorosa de las velas. Lo veo salir corriendo del colegio de Las Esclavas en las tardes infantiles, «jugando a policías y ladrones» y, de repente, lo sorprendo parado delante de un afilador o sillero -«Los santos oficios» (DT, 31/8/1986), ya desaparecidos- o luego, colándose en la cocina para dar un susto a su ama atareada; lo imagino esperando en el balcón de su casa la cabalgata de los Reyes Magos o camino a Los Tejares -la plaza de toros de Córdoba que ya no existe- con su padre y Machaco («Vergüenza nacional», CT, 2/3/1980). ¡Cuántas veces el joven Antonio asistió, callado y atento, a las tertulias con Manolete o Antonio Mairena, en su casa familiar! Ya adolescente, acompañado por su maestro y amigo, el poeta Ricardo Molina, lo veo entrar en las tabernas La Paz, El Mundo, Pedro Botero o La Verdad, «limpias y humildes […] mi caleidoscopio y mi catarineta muda, mi tentación y mi atalaya [me murmura Antonio]. Imposible aprender sin ellas cómo son y se comportan los hombres de un pueblo de verdad» («Las tabernas», DT, 227). O lo descubro solo, tímido e indeciso «en la sigilosa ceremonia de compartir el vino, el olor y el anochecer…». Córdoba es la ciudad de otro aprendizaje, el de los primeros amores: una mirada que se detiene, la magia del instante: «los secretos del amor están en la mirada» (en Martínez Moreno, 1996: 24).

La capital califal es el paisaje de la infancia y la adolescencia, un mundo de olores, sabores y sonidos, el de las primeras emociones, el despertar a la vida; y Andalucía, una forma de vivir, de sentir, que deja huellas imborrables en su relación con el mundo y en su iniciación a la vida: «Siempre que voy a Andalucía voy con temblor. No de miedo sino de expectativa. Porque estoy seguro de que incurro en un riesgo: el de darme de bruces con quien fui. Y en ningún lugar del mundo fui tanto como en Andalucía. Quiero decir que en ningún otro lugar he sido tantas veces feliz y desdichado; he vivido, con tal violencia, momentos de dolor y felicidad (en Infante, 1994: 219)».

Ahora, sentados en el patio de la Fundación, a la sombra del naranjo, escuchamos el diálogo de las campanadas inmutables de múltiples conventos e iglesias de Córdoba, que se mezcla con el susurro del agua. En el patio sosegado, al lado de la fuente, con este destello de siempre en los ojos, la mirada de Antonio me acompaña: la del niño que fue y que, en cierta forma, nunca dejó de ser; esa atención callada y tierna. El escritor ya mayor observa, escucha y sonríe; en la luz del atardecer, compartimos, en silencio, el palpitar de la ciudad: ha vuelto a su paraíso.

Para su alma de poeta, la ciudad califal es el lugar del despertar no solo a la vida sino a una lengua, a una cultura que no se aprende pero que se contagia, que le alimentó y le hizo crecer, ser lo que es. Andalucía es, en realidad, su alma mater, la madre predilecta. Tiene el acento de Amalia, el ama que lo cuidó desde su niñez, cabeza de ese cuerpo de casa que le enlazó con la Andalucía de más allá de la seguridad del patio familiar; Amalia le enseñó la otra cara, amarga, de una realidad ante la que no puede callarse, por compromiso y amor.

Ya sabemos que vivir en Córdoba no fue siempre fácil; era una ciudad provinciana, tradicional. Y si un día, el niño brillante había asombrado a su gente; otro, se había sentido rechazado; él mismo tuvo la sensación de haber defraudado; Córdoba era un paraíso del que tuvo que huir para poder volver luego. Sin embargo, como recuerda José Infante, existe una larga y apasionada historia de amor entre el poeta y la ciudad. Tiene «su epifanía y hasta su pentecostés», el 2 de abril de 1978, cuando, a las cinco de la tarde, Antonio Gala abre el primer Congreso de Cultura Andaluza, en la Mezquita-Catedral, transformada, aquel día, en templo laico de la cultura. Un momento inolvidable que relata en «Asunción andaluza» (TP, 15/4/1978): «Los puntos y aparte de mi texto los fue poniendo el público con largas ovaciones, cuyos ecos ascendían como un sahumerio por los fustes y se enredaban como una espesa dama de noche en los capiteles. Ovaciones que no escuchaba yo como aclamación a mis palabras, ni como estímulo siquiera sino como fusión, espejo y cumplimento. Yo hablaba en una especie de trance, igual que un medium, al dictado. Y el pueblo se identificaba como origen y fuente de lo oído y consentía aplaudiendo. Jamás he comprendido de manera tan transparente algo que repito con frecuencia y había comprobado hasta ahora solo en parte: que yo pertenezco al pueblo y que él me asume».

El poeta siente definitivamente saldadas todas las cuentas pendientes con la ciudad, después de las promesas incumplidas recibe las debidas recompensas. Aquel encuentro, más que un éxito personal, es la vivencia de la confraternidad, de un amor compartido, de una especie de ósmosis, de la existencia de un verdadero cordón umbilical entre el poeta y su gente: «Me parece que mi entendimiento con el pueblo español es de consanguinidad. Yo le hablo al pueblo español como le habla el dedo meñique al cuerpo del que forma parte, le duelen las cosas del cuerpo, y también al cuerpo le duelen las cosas del dedo meñique, pero existe una comunicación total (Dubosquet, 1985).

Desde entonces, Córdoba y Antonio Gala han sostenido una relación estrecha. El hijo descarriado recibe la medalla de oro de Córdoba, el año del Congreso; en 1982, es nombrado doctor honoris causa por la universidad cordobesa; en 1985, hijo predilecto de Andalucía. Recibe el Premio Andalucía de las Letras en 2005 y, en 2008, ingresa en la Real Academia de Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba, como miembro de honor. Es, sin lugar a dudas, la mejor respuesta a su amor por la ciudad de su infancia y por Andalucía, y también -si quedaran algunos- a los que siguen cuestionando su legitimidad de cordobés y de andaluz.