Hay autores que en vez de escribir un libro para intentar aportar lo que deseen aportar, esperan como agua de mayo que les llegue esa crítica o aquella reseña mucho antes de haber publicado la obra. Los hay que mandan hasta las pruebas de autor a los reseñistas, para ver si cae la breva prematura de la higuera.

Hay autores también que acuden a los actos con una bolsa repleta de sus obras, y a quien le pueda hacer una reseña le endosa un libro dedicado (o dos), con amor y detalle, y si es posible, con colores en las grafías.

La crítica y el servilismo llevan caminos paralelos. Hay críticos que solo hacen reseñas de libros editados por las editoriales que le han publicado una obra (o dos). Otros lo hacen reiteradamente, y cuando el editor está satisfecho del buen trato recibido aprovechan para entregarle un libro para su publicación (o dos).

Los hay hasta que hacen reseñas de sus propias obras. Una parte de la crítica sigue siendo lo que era, aunque a decir verdad, nada ya es lo que era. Tal vez sea en este ejercicio comunicativo donde comprobamos más servilismo, unas formas rastreras que se alejan en sí de la literatura.

Chico conoce a chica (o a chico) en un acto y le escucha que es amigo de fulanito o de menganito (que puede interesarle para tus pretensiones no espurias). En ese momento cambia de actitud. Pide su obra para realizar una reseña y, aunque no lea el libro, lo pone por las nubes. Hasta se lo manda cuando sale publicado para que compruebe que su generosidad no posee límites.

Procuro decir a todos aquellos interesados en la lectura de una obra que nunca se lean una reseña. Que sean ellos, además de lectores, sus propios críticos. Y desde luego que lean a Cervantes. ¿Hay que leer algo más si en Cervantes está todo? Esto es un poco como las firmas en una feria de libros. Quitando a los cuatro best seller de turno, el resto, que no firma, se dedica a hacerse selfies para publicarlos en sus redes sociales. La petulancia firmante.