Katya Adaui (Lima, 1977) es comunicadora, periodista y fotógrafa. Autora de los libros de cuentos Aquí hay icebergs (2017), doce relatos cuya estructura lineal juega con los tiempos; Algo se nos ha escapado (2011), donde la autora explora las interrelaciones humanas, abordándolas desde diversos puntos de vista: lo real, lo onírico y lo fantástico, y Un accidente llamado familia (2007), que presenta retratos familiares en los que, con un estilo marcado por la honestidad y la nostalgia, descubrimos que todos somos sobrevivientes del mismo accidente; y de la novela Nunca sabré lo que entiendo (2014). En 2018 fue invitada a la residencia de escritura creativa de la Academia Lu Xun, en China. En 2019 se publicó su libro infantil Muy Muy en Bora Bora. Sus relatos están recogidos en más de veinte antologías en el Perú y el extranjero, han sido traducidos al inglés y al italiano. Sus cuentos se han publicado en Review Magazine (EEUU, 2013); Mi madre es un pez (Libros del Silencio, España, 2012); Más allá de la medida, primer Premio Internacional de Microrrelatos del Museo de la Palabra (España, 2010) y en Asamblea portátil, muestrario de nuevos narradores iberoamericanos (Casatomada, 2010). Ha publicado en Etiqueta Negra, Hermano Cerdo, Periplo, Buen salvaje, Le Monde Diplomatique. La editorial madrileña Páginas de Espuma ha publicado Geografía de la oscuridad (2021), una colección de cuentos, donde la peruana ensaya su teoría de la paternidad, un mapa opaco que enseña cómo sobrevivir a la educación de los hijos, relatos dotados de una poderosa intimidad, buscan cualquier prueba de ternura y felicidad para redimir esas fingidas relaciones. Actualmente vive en Buenos Aires y dicta talleres de escritura.

La suya, si nos lo planteamos, ¿es una melancolía perturbadora para componer su literatura?

Escribo en estado de curiosidad, intriga, expectativa. No sé quiénes son los personajes, pero les voy armando un arco a medida que avanzo. Dotarlos de una vida creíble es un problema enorme y un placer que yo misma me he inventado.

La familia es el tema que predomina en sus últimos relatos, ¿o quizá es tan solo una excusa para dejar constancia de la infelicidad de las personas?

Cuando vemos una película sobre desastres mundiales, siempre se enfocan en un universo íntimo. Le pasa a todo el planeta, pero solo vemos afectadas a dos o tres personas, las seguimos porque representan a la humanidad entera. Así pienso un cuento: entrar a un tema universal desde una geografía o un hábitat pequeñito.

¿Los cuentos de ‘Geografía de la oscuridad’ (2021) ofrecen un catálogo de madres y padres perdedores y por añadidura sus consecuencias?

Son madres y padres que deben lidiar con la vida, como cualquiera de nosotros. Con sus sombras, sus fracasos a cuestas, su léxico familiar, sus alegrías.

Parece que los personajes de sus cuentos no terminan de comunicarse entre sí, media entre ellos esa geografía del mismo título. Si es así, ¿cómo plantea usted ese conflicto?

En una ficción, cuando las personas se comunican es, sobre todo, para dar cuenta del malentendido. Sabemos que no todo es lenguaje; a veces, como con el amor, no basta.

La madre del relato «En un lugar seguro» necesita que su hija enferme para verter su odio en la relación con su pareja, ¿existe tanta maldad en el mundo?

No es odio lo que la mueve, sino una forma perversa de entender el amor.

¿El lector, en este cuento concreto, debería entender que existe una moraleja tras la historia?

No.

La brevedad y el ritmo, la elipsis y la economía de recursos, ¿resultan tan imprescindibles como importantes en su prosa?

La contención me parece lo importante: no se puede contar todo. Ecualizar, calibrar. A partir de la dosificación se construye cierta tensión narrativa.

¿El lenguaje que utiliza, sin duda atropellado y atroz, confiere a sus relatos el dolor necesario para expresar esa rabia que desprende todo lo relacionado con lo humano?

Es un gesto adulto poder sostener una rabia. Protege de la tentación de volver a pasar por un dolor conocido. También es adulto aceptar que a veces la reconciliación no es posible. Como escritora me atraen los «a veces», más que los «nuncas» o los «siempres».

¿Quizá debemos pensar que el lenguaje surge como una defensa propia para dejar constancia de un mundo que usted percibe a su alrededor?

Para mí la belleza del lenguaje es su flexibilidad, su predisposición a la duda ilimitada, en ese sentido el lenguaje nos arma, nos defiende. Lo contrario a la intemperie, nos viste.

La convivencia contemporánea parece abocada a mostrar extrañas relaciones familiares, ¿tal vez por eso en su literatura subyace una crítica feroz y contundente?

Existir es una extrañeza, una dificultad. La convivencia diaria expone desde siempre una tirantez, esa tirantez la mueve hacia delante.

Según se desprende de sus cuentos, ¿las relaciones de los hijos con sus padres suelen ser bastante complejas y, en ocasiones, incoherentes?

Te diría que según se desprende de la vida misma. ¿Qué relación no es compleja y ambigua? Cualquier relación implica aprendizaje mutuo, escucha, cuidado, paciencia, piedad, consuelo, pelea, encono, alivio; el corazón de lo humano. Amar es entregarse a ser desollado, algo así escribió Susan Sontag.

¿Es usted consciente de que altera el tiempo y el espacio con absoluta impunidad para contarnos sus historias?

Un relato se construye de saltos en el tiempo, de vacíos, de viajes hacia adelante y hacia atrás. La memoria es una maquinaria de reciclaje donde todo se mezcla, una plataforma de avistamiento y lo que ve está ya mediado por la distorsión, la confusión, la sensación de perplejidad, la reescritura mental del acontecimiento, el olvido. Sabiendo que estoy frente a algo tan poco confiable: ficción, ficción, ficción.

¿Prevalece la intensidad emocional en sus cuentos frente a la estructura y el argumento?

Priorizo el lenguaje porque está al servicio de todo lo demás, originando la reacción en cadena: atmósfera, acciones, estructura, trama.

¿Queda algo de ternura y bondad en el mundo? Al final de sus cuentos, parece que atisbamos, como lectores, cierta aire de delicadeza y de afecto.

Discutir es un acto de entrega y escucha, es una mediación amorosa: discutimos con quienes no sentimos que perdemos el tiempo. Tal como es irreal la vida sin conflicto, también es imposible la vida sin ternura. Cualquier cuento medianamente interesante especula sobre lo ambiguo, lo contradictorio, el momento del trastoque: cuando algo pasa a ser otra cosa.