La vida pequeña es un libro extraño, puede que el denominador común se asiente en la reivindicación de la lentitud y la mirada de lo cercano, se reivindica un tanto el extrañamiento, su vuelta a él. Es una opinión después de transitarlo porque tal creación, sin lugar a dudas, genera perspectivas o valoraciones de amplio espectro. Por lo pronto, el autor no parece interesado en buscar la empatía del lector, como si fuese a lo suyo y hubiésemos sido invitados a presenciar un proceso de creación, que pudiera interesarnos o no. Recuerda la labor del alfarero, cuando se crea un objeto con las manos y nos atrae, el autor parece modelar con las palabras y asistimos a la creación de reflexiones.

Sin embargo, el barro es muy variado y el objeto es cambiante, pudiera ser un diario, prosa poética, disquisiciones filosóficas, descripciones que llevan a la valoración moral, reivindicaciones de una actitud vital como apuntábamos; una especie de miscelánea colorida, despreocupada por agradar al lector. Esa actitud puede provocar rechazo o todo lo contrario. La esencia radica, sin embargo, en el momento que se escribe y en el momento en que se recepciona ese escrito, después de haber vivido un proceso de encierro y giro absoluto en lo que representaba nuestra vida. Un momento en el que nos prometíamos al principio salir mejores y el escepticismo ha triunfado una vez más mostrando en algunos casos lo peor de nuestra sociedad. Ese hecho se une a una nueva actitud vital marcada por la relación con las pantallas que han alejado la mirada de lugares esenciales y, por supuesto, el lenguaje ha sido uno de los más damnificados. Somos lenguaje y nuestro cerebro gestiona nuestras emociones a través de él. Se aporta mucha reflexión en ese sentido a lo largo de las páginas. La toma, abandona y retoma, como nuestro propio pensamiento: «¿Qué no habrán hecho ya de nosotros los decenios de ubicua publicidad a todas horas que ya llevamos vividos junto a siglos de propagandas?».

Lo hemos comentado y lo reiteramos, en un momento en el que nos prometíamos al principio salir mejores nos hemos dado a profundizar en lo peor. «Esa luz cegadora en la que perdemos los ojos. Y si antes no veíamos cuando podíamos ver, ¿qué ojos tendremos ahora para ver vérnoslas con lo que nos da ya todo visto?». La pantalla expande la dictadura idiotizada de la mirada.

No se trata de un ensayo con un cúmulo de capítulos que nada tienen que ver entre sí. Tiene también una parte que se une en el alfar, la parte detectivesca que en ocasiones supone la lectura para encontrar entre los párrafos unas líneas clave. Ese ejercicio, para algunos inevitable y para otros aberrante, que supone «subrayar» lo destacado, lo sintético, lo que entre la página supone su valor, el meollo. Si no se está acostumbrado a ejercer esa práctica de lectura se hace difícil el tránsito entre hojas, si mental o gráficamente se reconoce tal recomendación de lectura, resulta más fácil acomodarla al ritmo y tránsito que exige.

El autor ha decidido en ocasiones un complicado modo de expresión y no renuncia a él, sorprende que en algún momento renuncie a la profundidad más espesa y acude a la tradicional técnica de contar. Lo mejor, junto a algunas reflexiones sobre el alejamiento de lo esencial, viene dado por las historias contadas, la de El buscador de níscalos podría ofrecerse como ejemplo de narración de altura. No renuncia a otros registros coloquiales, que se justifican por la temática como es el caso de Teoría del perfecto gilipollas, cuyo desarrollo incluso supera lo esperado del título. Sin embargo, la parte más interesante, bajo mi punto de vista, es aquella que llega a revestirse de editorial periodística, como las líneas que dedica a la identidad: «Moderna santurronería guay, como neomojigatería, con sus iglesias, sus rituales y lenguajes, sus bulas y jaculatorias y catecúmenos y sus prácticas sacrificiales […] parece que cada vez creemos en cosas más chuscas».

Musil, Handkel o Machado, entre otros, sirven de referentes para justificar algunos planteamientos. Como artesano de palabras tampoco renuncia a la creación de términos, ni a las palabras que transmiten humor entre palabras del campo semántico simbólico de la gravedad. Algo en apariencia tan crítico podría transmitir un mensaje de pesimismo, sin embargo, es una declaración reivindicativa de lo pequeño, de lo sencillo, del altruismo y la alegría. En definitiva, de la vida y del lenguaje como casa donde habitamos en ese tránsito: «Donde podamos morar en actos de tiempo más libres o liberados». Inicio para una trilogía.

La vida pequeña. El arte de la fuga

Autor: José Antonio Sainz.

Editorial: Anagrama.

Barcelona, 2021.