Julio Aumente (que viera la luz en Córdoba el 29 de octubre de 1921 y falleció en 2006) es el tercer miembro del grupo Cántico del que en el presente año conmemoramos su centenario. Abogado, genealogista, refinado esteta y experto en antigüedades, cosmopolita y afincado en su madurez en Madrid, desde sus primeros libros, como sus otros compañeros de grupo, comienza haciendo a su ciudad eje y centro de su poesía.

No sólo la amistad, no sólo una serie de experiencias y sensibilidades comunes, no sólo unas mismas preferencias literarias -históricas como el cultismo gongorino, y coetáneas como Vicente Aleixandre y Luis Cernuda-, junto a la síntesis de lo religioso-litúrgico y lo clásico-pagano en sus versos unifican a esta pléyade cordobesa, sino, ante todo, su amor por la ciudad y su noble pasado histórico-monumental, que les asalta a cada paso desde sus primeros años; ése va a ser el rasgo común y la savia nutricia que aglutinará estas personales estéticas concomitantes por la amistad y unas vivencias análogas, y Córdoba con su ilustre y prestigiosa historia, hecha viva piedra urbana y mármol vivencial, más también la Córdoba íntima de sus callejas y sus barrios, será no sólo el común paisaje de sus vidas y sus versos sino un decisivo protagonista de la mayor parte de sus obras.

Buena prueba de ello, con su irremediable melancolía elegíaca por el irrecuperable tiempo que pasa y la imposibilidad de conciliar realidad y deseo, son sus iniciales poemarios El aire que no vuelve (1955) y Los silencios (1958), publicados en Adonáis. Un constitutivo sentimiento melancólico ante lo efímero del placer y la belleza, un congénito esteticismo, un absoluto dominio de la forma y un brillante lenguaje engastado de metáforas de filiación gongorina y neomodernista serán distintivos de estos poemas en los que el latido de la ciudad se presiente en la mayoría de sus versos. Pero Aumente no es un poeta profesional, y una vez publicados estos libros, ante el desdeñoso silencio crítico mayoritario que recibe la estética del grupo, como la mayoría de ellos, decepcionado, desiste de sus aficiones literarias, dedicándose plenamente a vivir su vida, al margen de lirismos de juventud, desde un hedonismo insobornable.

Etapa intermedia

En 1958, pues, Aumente deja de publicar y casi de escribir hasta 1982, pero el redescubrimiento de Cántico por parte de la joven generación del 70 supone un considerable reactivo para su indolente y desdeñoso apartamiento de la poesía, sumado a la insistente invitación a tomar de nuevo la pluma por parte de su joven amigo y admirador Luis Antonio de Villena. Publica entonces su nuevo libro-miscelánea Por la pendiente oscura, y en él agavilla una serie de poemas, algunos muy extensos, escritos entre 1947 y 1965.

En él encontramos dos brillantes composiciones de carácter histórico, muy novedosas, como la elegía «A la muerte del rey Don Sebastián», engastada de rutilantes imágenes sobre el séquito militar del monarca y su trágica muerte en las arenas africanas, que nada tienen que envidiar, en mi opinión, «A la muerte del rey Don Sebastián», de Fernando de Herrera, ni a los sebastianismos de Pessoa.

Otro de estos grandes poemas, que revelan la vocación por la historia, la genealogía y la heráldica de nuestro poeta, es el titulado «Juan de Mena» sobre la ejecución de su amigo y protector, el orgulloso y soberbio condestable Álvaro de Luna en el cadalso: «Así Don Álvaro, y tú, poeta que lo ves morir,/ mira el solemne cortejo que acompaña a la muerte,/ el paso menudo del asno y sus negras gualdrapas,/ el salmodio -como fuente- del fraile,/ el cadalso y su último sitial en la tierra. (…) // Juan de Mena, de quien la vida no espera / sino oscuridad y talento para desaparecer sin ruido, / mira los campos sobre los que contemplara al Condestable, / triunfante cabalgar como un Rey a la diestra del Rey, (…) / Juan de Mena y su tímida lengua habituada a callar si no le mandan, / como poeta en Corte de Grandes, suspira. (…) / Fiel a la amistad que en una habitación desnuda le llora».

Nuestro Juan de Mena, como al igual hiciera Jorge Manrique en sus Coplas, lo inmortalizaría en su gran poema: «Éste cabalga sobre la Fortuna / y doma su cuello con ásperas riendas, / aunque de él tenga tan muchas de prendas, / ella no le osa de tocar ninguna; / míralo, míralo en plática alguna, / ¿cómo, indiscreto, y tú no conoces / al condestable Álvaro de Luna?». Julio Aumente en este nuestro siglo XX se suma a este cortejo áulico con un intenso poema a pesar de la aparente lejanía del tema.

En este libro vuelve a aparecer el absoluto dominio métrico de Aumente con la rítmica ductilidad de sus eneasílabos, verso de difícil adaptación a nuestra lengua, en este autorretrato sentimental: «Por hacerme el interesante / he perdido la juventud, / el amor tan buscado y vano / por hacerme el interesante».

Junto a poemas de una cierta carga de denuncia social como «El rincón cordobés» o «Incursión surrealista al modo de Juan Bernier», vuelve el elegante desdén afectivo de Aumente en otros como «Si amigos huyen…»: «No aguardo vuestra vuelta. Cerré los brazos, / amigos, los que volasteis con la primera nube. / Guardad la sonrisa, pedrería falsa, / palmada y ojos amigables, si de lejos, / prisa imprevista y ocupación ineludible. / (…) Pues si amigos huyen gano amantes. / Nada obtuve, yo di en cambio. / El amor me da alas para volar lejos, / la soledad su llave; dueño de mi tesoro, / puedo dárselo».

Otro poema muy de Julio es el titulado «Elegía en la Granja», que lo creemos evocación de sus devaneos homoeróticos durante sus milicias universitarias como joven oficial de caballería en los bosques segovianos: «… y era grato marchar cabalgando a tu lado, / (…) Algunas ramas bajas buscaban tu cabello / y tú las esquivabas graciosamente ágil. / Tú solías cantar (creo que «Guadalajara») y yo también contigo cantaba acompañándote. // Mi asistente Platero venía más atrás / y sólo se acercaba para que tú encendieras / el cigarro que luego me dabas de tus labios. (…) // Después de nuestro baño en la balsa profunda / yo te besaba siempre largamente en la boca / al tenderme en la yerba, en tanto que Platero / buscaba imaginarios lagartos en las zarzas…».

Pero ya hay en este libro un poema fundamental, que anticipará el sesgo de la nueva poesía de Julio en su segunda etapa, que va a eclosionar en su mejor libro La antesala (que suponemos es el ámbito vital anterior al postrer escenario). Ese poema es «De la copa Borgia, veneno cruel», poema decadentista y de refinado esteticismo como será ese nuevo poemario clave, «La antesala», que marca su vuelta a la poesía, con una cierta aura de desengañado malditismo elegante y desafiante esteticismo, y del que son buena prueba estos alejandrinos: «Julio Aumente tomaba su copa, la batía / con cuchara de plata, movió su contenido. / (…) Julio Aumente llegaba a su última aventura, / (…) fotos sobre la cama, desparramadas, múltiples. // Inclinóse en el lecho entre tantas cosechas / para morir. Tendióse. Con un nombre en los dientes / murmurar no quería su perdón a un Dios alto. / Un nombre, solo un nombre entre los labios hubo. // Y así tomó en sus manos la copa, y removiendo / de nuevo un fuego interno fue colorando el líquido. / Apuró y con cuidado dejó otra vez el vaso. / Nada más hay que hacer sino esperar la muerte. // Ya no hay remedio, dijo; o tal vez lo pensó. / Era cierto, no había para él ya en la tierra. / Aspirando las letras de un nombre tal un símbolo, / Julio Aumente bajó dulcemente al Infierno».

'La antesala'

El siguiente poemario, La antesala, se constituirá en una especie de manifiesto poético de la pasión y el deseo, y será su mejor libro. Una estética del lujo y de la muerte va a presidir este libro clave. Erotismo clásico y amor por la cultura y los objetos suntuarios, humanismo y pasión por las artes, prestigiosas referencias históricas a personajes y a sugestivas localizaciones de cultura y belleza como Venecia o Bérgamo, Selinunte o Agrigento, sensualidad y lujoso barroquismo, un preciosismo decadente y snob, pero también sin perder el sentido de la realidad, el latido y el pulso de la vida, con la introducción de elementos de la cotidianidad urbana de hoy, como jovenzuelos mercenarios y patinadores callejeros, con una dicción coloquial y un lenguaje de hoy, que se irá acrecentando, desbocado, en sus últimos libros.

Fernando Ortiz, quien junto a Luis Antonio de Villena han sido los más certeros críticos de esta poesía, señala cómo, por ejemplo, en dos poemas, «Vórtice» y «Violación del obispo de Fano» es «la sexualidad brutal, incluso animal -que todos llevamos dentro- la que irrumpe al final de cada uno de ellos, confiriéndoles categoría trágica, intensidad y verosimilitud. En el primero es el propio capellán del Delfín de Francia, cuando está confortando al joven príncipe quien, con la luna llena, convertido en licántropo desgarra con su ansioso hocico y sus colmillos voraces los suaves muslos abiertos del Delfín». En «Violación del obispo de Fano» es César Borgia quien «cubierto de joyas, tierra, sudor y sedas entra…, / hinca su rodilla y besa reverente la mano de Monseñor. / Puesto en pie, apenas, lo apresa mordiendo la asombrada boca / grana, la aprieta y rasga con estertor de lobo; / le desgarra las ropas a puñados y con puñal al cuello / lo reduce. A la vista de todos, pasivos en su horror, viola al joven obispo mientras a dentelladas marca su cuerpo // después, sin palabras, vuelve la espalda y sale. / Tendido queda y sollozante el juvenil despojo. // Meses después, de vergüenza -y de sífilis-, muere el joven obispo de edad de veinte años».

Un cierto sadomasoquismo, un afilado ingenio, o una fina intención satírico-burlesca, junto a una lujosa sensualidad o un erotismo rapaz presiden muchos de estos versos, en los que también podemos encontrar algunos rasgos caricaturescos de humor y sarcasmo como, por ejemplo, en este poema en clave, como tantos otros, con referencias a comunes amistades literarias, «Bruja quemada en la hoguera»: «Desde pequeña ya fue conflictiva / aquella silenciosa muchacha de ojos asombrados, / errante por los páramos neblinosos de Surrey, / (…) Odiaba a su lugar, pero vivía en él. En las noches de invierno / gesticulaba ante el espejo, fingiendo arrebatos de amor, / carcajadas de histeria, llantos de abandono… // Fue el Santo Oficio siempre diligente. / Siguió sus pasos, sus relaciones con criaturas, / horas perdidas en la lóbrega catedral, en los soterraños, / con los adolescentes acólitos, al diente apetecibles… / Así un día en la plaza de pórticos / hoguera es preparada para ti, pira sacra. // No valió encomendarte al santo hombre Barnabás, / ni a San Richard de Solans, patrón de comediantes y cabras arriscadas. / El Legado de Roma, Carlo de Castiglione, / registraba en su Archivo pruebas bien concluyentes…». La emblemática Venecia tampoco podía faltar en este epítome de culturalismo y decadencia, nada impostados conociendo al personaje.

UNA LÍRICA DEL AYER Y DEL HOY

A pesar de las frecuentes referencias culturales, a pesar de su dandismo hedonista, esteticista y decadente, al refinamiento aristocratizante y suntuario del clima de tantas de sus escenas, esta poesía también incorpora el actual latido de la calle y no se ahoga en la atmósfera sofocante de sus interiores lujosos, y esos otros tantos artísticos elementos decorativos y referencias nobiliarias que pueblan sus poemas (que nos parecen y son de otro tiempo, ajeno al nuestro, de un muy añejo «fin de siècle» decimonónico), pero hagamos constar que todo ello no responde a una mera pose o moda literaria, sino que es connatural a la personalidad de nuestro poeta, al elegante desengaño y a las no extintas ansias de placer y libertad de quien ya está de vuelta de todo y no le importa ponerse el mundo por montera, al margen ya de vanidades, y más aún de las literarias, sólo a la búsqueda del amor o el placer y entregado a agotar los últimos tragos de la vida, incluso con el más ocasional y mercenario amor callejero; eso sí, con el recuerdo elegíaco, pero noblemente contenido, de ciertos momentos y rostros memorables que le acompañarán hasta sus últimos momentos, rodeado de todos sus recuerdos, y que serán la justificación de toda una vida.

Pocos libros podremos encontrar en el actual parnaso español como ‘La antesala’, porque también pocas personalidades poéticas tan auténticas y arriesgadas, y, a la vez, tan artificiosas y refinadas como nuestro protagonista, pocas personalidades tan aparentemente «literarias», pero también tan de verdad, de «su» verdad, hasta sus postreros momentos.  

Verdad que lleva hasta sus últimos libros, de posmoderna poesía urbana, de explícita y descarada sensualidad homoerótica, que remata con un quiebro inesperado la complejidad de la obra de este esteta, gustador de todos los alimentos terrenales, que en su desatada poesía de senectud, fuertemente satírica e incluso autoburlesca, desde sus pergaminos heráldicos y sus genealogías principescas, baja hasta la calle, al latido actual de la gran ciudad, en busca de los placeres más o menos prohibidos y los adonis mercenarios que le salen al paso, en un intento desesperado de recobrar una imposible juventud y agotar los últimos sorbos de la vida. Títulos como ‘El canto de las arpías’, ‘Rollers’ y ‘Rodolfo el patinador, o el ocaso de los dioses’ nos darán una nueva visión de esta poesía llena ahora de humor, de desplantes sociales e incluso de una inteligente autoironía por parte de este nuevo Julio Aumente lanzado con su chupa de cuero a la aventura y los placeres de la noche.