En la contraportada se califica a Yo no he muerto en México de «novela de auto-ficción y campus». Se puede saber con relativa facilidad que su autor, Pablo Sánchez, es nacido en Barcelona e hijo de emigrantes andaluces, que estudió en esta ciudad y que fue profesor en Cholula, México, en una universidad privada y elitista. Y, a demás, que no murió en México, pues llegó a escribir esta estupenda novela en primera persona. Si bien estos datos y el tiempo histórico coinciden con los del narrador, ¿son suficientes para identificarlos? No lo creo. La etiqueta «autoficción» está de moda porque el lector ha abandonado el pacto ficcional y el autor no considera que su vida real tiene suficiente peso para ser interesante. Pero hay vidas interesantes en sí mismas, como la de este narrador vagabundo que pertenecería a una imaginada «ONG del Nihilismo sin Fronteras».

La historia que se narra en Yo no he muerto en México es, sobre todo, intelectual y tira en abundancia de intertextualidad tanto libresca como cinéfila. Y, sí, es «de campus», es decir, que la acción se desarrolla dentro de la vida universitaria de Cholula. Pero el narrador se llama Alex y despotrica de España como buen español y el autor no llega a decir como Juan Goytisolo de su don Julián: «Alex soy yo». No, el narrador no es, necesariamente, el autor. O a menos que lo firme, como diría Gérard Genette. Y si a un lector muy enfadado (no necesariamente de Vox) se le ocurriera ir a abroncar al señor Sánchez porque ha leído en la novela que «ser español es ontológicamente tedioso y, si algo implica, es un desgaste permanente de ruido e imbecilidad, de autobombo y borborigmos periodísticos, un círculo vicioso de lencería vintage con encaje de mantilla andaluza», el señor Sánchez, profesor ahora de la universidad de Sevilla, le diría que es opinión del narrador. De igual modo, el autor se guardaría de confesar las escenas de sumisión y fetichismo como las del narrador con la estudiante Sor Juana. Al narrador no le importa porque es un ente de ficción como la estudiante, aunque existan casos en la vida real de esta clase de relación sexual. Ni se atribuiría a sí mismo «una sensibilidad confusa y desorientada, de frustrado escritor, profesor, comunista, amante, hijo, catalán», como hace el narrador Alex. Como mínimo, Pablo Sánchez es un excelente profesor y novelista.

Es probable que el autor estuviera de acuerdo con su narrador en la parte discursiva de Yo no he muerto en México, que ofrece dos vertientes: la ideológica y la crítica literaria. En la ideológica, su crítica es a la totalidad sistémica, expresada en conversaciones de narrador y personajes. Sus análisis de México, USA, España son de un gran calado conceptual y agudeza política. Pero no siempre se usa la forma dialogal. Hay capítulos que son discursos, ensayos en sí mismos y cuya audiencia es el lector. Algunos yo los suscribiría. El análisis de la década de los 80 bajo la socialdemocracia es un magnífico ejemplo. En la vertiente literaria, el narrador hace una crítica al realismo mágico y la novelística de una época para él periclitada, obsoleta. La palabra aquí clave es «Magia». La Palabra crea la magia, la seducción y, con ella, la mentira y la manipulación. Muy bien. Pero la singularidad de este narrador es su confesión de que «lo máximo que tiene es un repertorio de desconfianza y escepticismo a los que simplemente les da la vuelta cuando le conviene para parecer convencido de algo». Y añade: «Vivimos en un mundo poskafkiano en el que el nihilismo no ha podido imponerse». Todavía. La novela es narrada pues por un nihilista. Y esto plantea un problema moral al lector si, como quiere Wayne C. Booth, «en cualquier intento de una ‘novela nihilista’ todas las formas de narración fidedigna serán inapropiadas». Así es lógico que, tras la tragedia, Alex abandone Cholula con el perro Villefort en escena chaplinesca.

'Yo no he muerto en México'

Autor: Pablo Sánchez.

Editorial: Algaida.

Sevilla, 2021.